La sorpresa es que las nuevas tecnologías han revolucionado la comunicación y que con apenas un año de haberse fundado, este medio ya es considerado por los analistas y por los cibernautas.
Plaza Pública es financiada en su mayoría por la Universidad Rafael Landívar (dirigida por jesuitas) y su director, Martín Rodríguez, se siente orgulloso de ser "progre". El editorial, como todos en todos los periódicos, refleja la tendencia del medio.
Hace semanas que me dicen a la cara o a mis espaldas que seguro soy de izquierda porque escribo en este periódico. Cuando uno escribe se presta a críticas y a comentarios, unos fundados y otros infundados. Al examinar mi blog en Plaza Pública, me cuestiono qué es lo que ha motivado a estas personas a decir que soy de izquierda, cuando la mayoría de mis textos son de tecnología y conocimiento. ¿Será que no me leen o será que lo que he escrito es de izquierda?
Entonces, recapacito y recuerdo la crítica que le hice a la publicidad, a mi modo de ver machista y retro, de Guatevisión (que por cierto me dio el honor que Mario Antonio Sandoval me dedicara una columna en Prensa Libre), las tres columnas que escribí exponiendo mi clara oposición a la iniciativa planteada por el entonces diputado Francisco Contreras sobre el bloqueo de celulares porque no es neutral con la red (donde también me gané una serie de regaños), y el tema de la dignidad homosexual, que hasta en mi casa se volvió polémica. Tal vez, como escribió un lector de Prensa Libre en la columna que me escribió Mario Antonio Sandoval ¡saber quién es esa señora!
Esa señora soy yo. Mi familia es empresaria, no mercantilista porque no tienen ni feudos ni monopolios ni participación en los grupos de interés que mueven el país, son de esos que pagan impuestos y que la sufren en un país en donde no hay certeza ni seguridad jurídica. Sujetos de las críticas de quienes no son emprendedores y les encanta decir que es fácil ser empresario y que los que tienen más que paguen más, y sujetos de los abusos de quienes se creen que son dueños de una gran finca.
Estudié en un colegio subvencionado por la cooperación internacional, ahí me enseñaron cosas que en mi casa no me enseñaban y que varias veces causó un choque cultural. En ese colegio todos son iguales, no importa de qué familia era, el color de la piel o el carro que tuvieran los papás, ahí te medían por tus capacidades. No importaba si tenías el pelo largo, estabas tatuado, eras gay o lleno de aretes, siempre que no rompieras las normas de conducta que te hacían civilizado. Al salir del colegio fui a vivir a un kibbutz en Israel, experimenté la vida en un sistema colectivista, que por cierto es tan antinatural que poco a poco desaparece. Ahí también entendí lo dañinas y poderosas que son las ideas radicales y las religiones y que estas pueden mantener a dos pueblos en guerra (Israel y Palestina). Es por eso que la religión, la homofobia y el racismo no son lo mío.
Soy abogada de la Marroquín, doy clases ahí también. Creo que, como toda institución, tiene sus cosas buenas y malas, con las buenas me identifico mucho. Es el único centro de estudios en Guatemala y en Centroamérica que entiende cómo la tecnología está cambiando el conocimiento. Es la única que tiene su conocimiento a la disposición del público, sin derechos reservados. Tiene una biblioteca más accesible que la de cualquier otra universidad, además de dos museos y un centro cultural activos. No digamos la cultura de protección al medio ambiente. La Marroquín conserva y ha documentado el barranco que tiene a su cuidado de una forma que ninguna universidad en el país ha hecho. Y sí, hay gente que es recalcitrantemente radical pero en las otras universidades también.
Escribo en Plaza Pública porque conozco a Martín desde hace más de diez años, he discutido con él infinitas veces; no compartimos ideologías. Sin embargo, Martín siempre ha sido respetuoso de mis ideas. Me ha permitido escribir sin censura esta columna y por eso lo respeto y admiro muchísimo. Es más valiente que otros directores de medios que prefieren censurar a los jóvenes porque no piensan igual que él.
Yo, Marisa, creo en la propiedad privada pero sin caer en el absurdo de creer que es un derecho absoluto. Soy agnóstica, creo en una fuerza superior pero no en un Papa que me diga qué es mejor. No creo tener la verdad absoluta, creo que es importante saber debatir y llegar a consensos. Creo que debe de existir un Estado formado por instituciones que hagan cumplir las normas y sueño con una Guatemala donde existan ciudadanos y no habitantes. Creo en el cuidado del medio ambiente, en el matrimonio homosexual, la libertad de compartir conocimiento y me gusta el arte. Si eso me hace de izquierda, está bien, pero el que escriba en este periódico, que dirige Martín, no me hace comulgar con sus ideas.
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