Las “casas hogares” en Guatemala, en teoría son espacios para la rehabilitación de las adicciones. En realidad, y en la mayoría de casos resultan ser uno de los peores círculos del infierno. Son los espacios encubiertos donde se derrumba la sociedad.
En la casa, el tiempo trascurre en una dimensión paralela: al final, los días están acompasados por la llamada a las comidas y las terapias grupales de las tardes a las que los pacientes están obligados a participar. Hay mucho tiempo para reflexionar. Demasiado tiempo.
Desde las primeras horas de la mañana un grupo de pacientes colaboradores de la casa empieza su turno de trabajo voluntario. Es el caso de Estuardo, 46 años, internado desde dos meses. Aportar en las actividades de la casa es la manera para mantenerse activo, sentirse útil y contribuir con el propio camino de recuperación. También, es la única opción para que el tiempo transcurra de forma más ordenada, de manera que el peso de las largas horas de inactividad no se acumule demasiado encima de la cabeza. Este es el punto: sanar las heridas de la adicción de una forma propositiva, sin que la soledad te haga caer otra vez en la trampa del trago.
El jueves hay un cambio en la rutina, por la mañana se estrena una terapia grupal nueva. El facilitador viene de la calle, habla “pelado”: se dirige a los huéspedes de la casa de forma directa, usando todo el repertorio de vocablos callejeros; sube y baja la voz, es una montaña rusa de tonos, desde los susurros más amables los gritos más estridentes. Es como un pastor cristiano de los que recorren mercados y barrios marginales. Proclama a dientes cerrados la parábola bíblica de los talentos. Le dicen “Chuky”. A primera vista su estilo rabioso choca con cualquier lógica de acompañamiento psicológico. Luego se entiende que la estrategia de este exvagabundo, drogadicto y alcohólico, que “agarraba furia por seis meses”, que pasó por un par de cárceles y estuvo a punto de ser internado en un psiquiátrico, es exactamente lo que necesita la mayoría de los habitantes de la casa: chocar violentamente contra su condición, contra esa profecía que los empuja a beber y drogarse, hasta la destrucción absoluta. En el grupo se distingue un hombre, un alcohólico, que vino a la terapia acompañado de su hijo a quien quería mostrar lo crudo que es el ambiente de los drogadictos, para disuadirlo a que no tome su camino. Después de dos intensas horas, “Chuky” termina su larga charla con un mensaje que suena a amenaza y a promesa: “Miren muchá, es tan sencillo no volver a verme: Dejen de tomar, dejen de consumir y ¡Ya no volverán a verme!”.
El mal de muchos
El alcoholismo ocupa el primer puesto de las adicciones en Guatemala, representa la plaga social más difusa e invisbilizada, y es uno de los negocios más rotundos para la economía formal e informal de este país.
Según el último estudio realizado por la Organización Mundial de la Salud (OMS), publicado en 2014 por la revista científica Addiction, la tasa de mortalidad por consumo de alcohol en Guatemala (22.3 por cada 100 mil muertos) sólo es superada por la del El Salvador (27.4).
El negocio del alcohol empieza con el oligopolio de la producción y distribución de bebidas espirituosas; pero también se derivan un sinfín de productos lucrativos como los fármacos para la cura de las adicciones y los síntomas depresivos.
La Secretaría Ejecutiva de la Comisión Contra las Adicciones y el Tráfico Ilícito de Drogas (SECCATID), entidad que pertenece a la Vicepresidencia de la República, la política nacional contra las adicciones y el tráfico ilícito de drogas es ineficiente por falta de recursos. Por eso, la gran mayoría de los servicios para la recuperación de las adicciones queda en manos del sector privado y de su capacidad para especular con la demanda que el Estado no cubre.
El enfermo que llega o que es llevado a una casa hogar, es un sujeto altamente alterado, en crisis de abstinencia, violento -en la mayoría de los casos-, los familiares de un alcohólico o drogadicto recurren a la casa hogar por desesperación, porque ya se quedaron sin recursos. Y las decenas de casas hogares en la ciudad capital conocen de la desesperación de las familias y proponen un creativo abanico de metodologías de recuperación.
En un primer momento, responden a la violencia del recién internado con prácticas coercitivas: encierran al enfermo en una celda, llamada finamente “cuarto de recuperación” o más coloquialmente “morgue”. Se trata del cuarto más espartano de todos: las manchas negras de las paredes delatan la humedad; la pálida bombilla que cuelga del techo es el único ornamento que acompaña el colchón tirado al suelo. Una cobija reina solitaria, medio enrollada, evidencia que alguien acaba de experimentar el servicio de bienvenida. Allí el recién ingresado se recupera de sus crisis de abstinencia, durante dos o tres días; en el caso del alcoholismo, algunos necesitan su dosis de guaro para no morir, otros logran recuperarse sin ulterior uso de licor.
Desde la inicial desintoxicación hasta la supuesta recuperación del individuo, debería haber un proceso de terapias, atención médica, psicológica y fisioterápica, pero eso no ocurre. La mayoría de las casas hogares de Guatemala funcionan como prisiones, donde los pacientes reciben malos tratos, comida insuficiente y de baja calidad; duermen en celdas sobre colchones tirados al suelo, pasando frío, calor y humedad, según la temporada. Cuando salen -o más bien cuando logra escapar-, vuelven a caer en sus adicciones, tal vez, con una razón más. Los investigadores Kevin Lewis O’Neill y Benjamin O´Fagerty Valenzuela publicaron en 2014 una investigación que ponía en evidencia la precariedad de estos hogares.
La casa de los refugiados
La Casa Hogar del Enfermo y Adicto “Zoila Esperanza”, fue el único lugar donde se abrieron las puertas para realizar este reportaje. Se permitió conversar con el personal y con los pacientes; los demás centros de rehabilitación prefirieron guardar silencio e impedir la entrada. Desconfianza, miedo y prohibiciones protegen estos ambientes que, efectivamente, necesitan mantener la privacidad de sus pacientes; sin embargo, la mayoría se niega a dar ningún tipo de información.
Después da varias reuniones para recibir las autorizaciones y explicar el sentido de la investigación a los internos, un número limitado de pacientes dio su consenso a ser entrevistado y, en algunos casos, a ser fotografiado. Otros prefirieron no hablar y no posar: padres preocupados por sus familias, profesionales y empresarios con cargos en los que su imagen pública podría salir perjudicada, y sujetos de clase alta que no se sentían cómodos con salir en las fotos o explicar su historia. Tal como explicaba un hombre, padre de familia: “¿qué hubieran comentado las y los compañeros de estudio de su hija al ver las fotos de su papá encerrado en una casa hogar?”
En “Zoila Esperanza” coinciden pacientes de toda clase social, etnia y edad. Es un centro para hombres donde se puede encontrar a un ingeniero y a un trabajador no especializado; a un vago, un estudiante universitario o un mendigo. Hay una cuota a pagar para el internado, aunque la casa ofrezca su servicio a quien puede cubrir la renta y a quienes no pueden. Juan José, el administrador, explica que el 30% de sus huéspedes pagan la renta. El servicio es igual para todos. La casa funciona también como albergue de primera acogida: una mañana, responsables de la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (CONRED) hicieron entrega de colchonetas para los indigentes que pudieran ingresar en los días siguientes.
Fundada en junio de 2005 por el médico Erwin Adolfo Batres en recuerdo de su madre, “Zoila Esperanza” ha hospedado unas 600 personas. Un 35% de sus internados ha logrado recuperarse de sus adicciones.
Los refugiados
Juan José, de 52 años, ha estado en la casa hogar mucho tiempo, demasiado quizás. Llegó como paciente. Se recuperó después de tres meses de terapia y decidió quedarse como gestor, por gratitud. No tiene sueldo. Vive de los ahorros de su otra vida, la de antes, la que “desperdiciada consumiendo”. Sigue en recuperación y disfruta del cargo que ejerce con mucha determinación. No hay de otra, porque los internados necesitan mucha disciplina para recuperarse.
Por lo general, los pacientes se quedan entre una semana y un mes internados, siguiendo un programa de recuperación que combina terapias de grupo, asistencia médica, charlas, fisioterapia, actividades deportivas, asistencia psicológica, cultos cristianos y misa católica. A parte de las terapias de grupo, llevadas a cabo rigurosamente al final de la tarde de cada día, y de la asistencia médica, las demás actividades dependen del trabajo voluntario de profesionales, por lo que no es posible respetar una agenda rigurosa. Los voluntarios fallan por falta de tiempo. Pero el personal de la casa hace malabares con lo que hay. Sobrevive con las donaciones y los voluntarios.
Y allí, entre ellos, está “Chuky” que después de 15 años de adicciones tuvo un “despertar espiritual”, justo cuando los bomberos lo resucitaron de una sobredosis. Desde entonces se dedica a realizar terapias en casas hogares y cárceles.
Durante las terapias, los internados participan activamente en las charlas. A veces, parece que fingen el entusiasmo y el compromiso por su recuperación. Allí está William, 48 años, profesional, dueño de una pequeña empresa. Mirada profunda, barba bien cuidada, es como si estuviera por un error del destino. Pero no, no hay error. William ha pasado por la casa hogar cuatro veces y sigue sin recuperarse de su enfermedad. Tiene hijos pero, cuando está fuera de “Zoila Esperanza”, vive solo.
Carlos y Juan, a pesar de tener 20 años de diferencia, tienen la misma actitud frente a la enfermedad. Ambos alcohólicos, no tienen motivos para recuperarse. Juan, de 33 años, exestudiante universitario, cayó en el alcohol a los 23. Padece de depresión y no le gusta la persona que es. Sus padres lo trajeron aquí por miedo a que se suicidara. Su mirada está vacía. Vive su internado como si estuviera en una cárcel porque “cuando pierdes el control de tu vida, porque ya no sabes cuándo saldrás de la casa hogar, te pudres”. Sostiene que “de la casa hogar se sale con mucho resentimiento, con una actitud antisocial”. Después de dos meses de internado ya estaba cursando el programa “Media Luz”, que contempla la inserción laboral en espacios de trabajo afuera de la casa hogar, en su caso en un call center. Al tercer día volvió al trago.
Carlos tiene 52 años. Su cuarto está bastante ordenado, a pesar de que está abarrotado de decenas de objetos. Muestra orgulloso el suéter que acaba de seleccionar de una carga de ropa de paca recién donada. El tejido está adornado con bordados con motivos médicos. Es un regalo para su esposa, enfermera. Si Juan, en su rebeldía y falta de voluntad para recuperarse, expresa la intensidad de su joven vida, Carlos está como ausente de la suya. Sonrisa lista, broma rápida, pero cuando se le pregunta por su recuperación guarda silencio. No recuerda el motivo preciso por el cual empezó a tomar; algún trauma, como muchos de sus compañeros. Sólo denuncia el estado de encierro en el cual su familia lo puso. No está de acuerdo con el término “casa hogar”, porque “aquí no hay pinta de hogar, aquí estamos bajo llave”. No sabe si seguirá tomando o no.
Gabriel, en cambio, un motivo para recuperarse lo tiene y muy claro. 31 años y un síndrome de abandono de su padre que lo llevó a seguir el mismo camino de drogas de su progenitor. Ha recorrido seis casas hogares, ha sido hospitalizado tres veces por sobredosis y recién acaba de entrar a “Zoila Esperanza”, por segunda vez en cuatro meses. Sin embargo, sabe que tiene que recuperarse por si mismo y, cuando está en sus momentos de desesperación, piensa en su hija de seis años y en la voluntad que quisiera tener para no abandonarla, para no volver a reproducir lo mismo que le tocó vivir a él. “Ya cansé a mi familia, ¡esta vez salgo de eso de verdad!”.
El atardecer
Al final de la tarde, como todos los días, empieza la actividad principal de la casa, la terapia grupal. La dirige don Augusto, 63 años y una vida entera de alcohol. Lleva casi dos años internado. Se arrepiente por haber tomado durante las festividades navideñas del año pasado. Explica que su pasado ha muerto, pero “este muerto, si se lo permito, puede volver a mi presente”. Todavía “tiene el trago en la cabeza”. A pesar de eso, tal como explica Juan José, lo último que pierde un drogadicto es la esperanza de terminar su vida en sobriedad.
La terapia son los testimonios de los pacientes. Cada interno se presenta frente al público desde un púlpito, como en un culto o una misa, enmarcado por lemas y palabras de recuperación, una luz neón los ilumina. Preside el cartel de la metodología de recuperación de los “12 pasos” y la tabla de la alcoholomanía completan el escenario.
Don Augusto espera su momento y luego capta la atención del público, compuesto por unos 30 internados, con un discurso experimentado que conlleva episodios cruentos de su vida, reflexiones existenciales, fe y un poco de mística. Se desahoga a través de sus cuentos y, casi siempre, se pasa de los 15 minutos de tiempo que cada paciente debería tener.
Don Augusto es un tipo temperamental, sufre derrumbamientos emocionales y por eso toma antidepresivos. Sin embargo, la imagen jactanciosa de viejo león enjaulado se desvanece a la hora de hablar con él en privado. Es un hombre sensible que cada mañana sale a pasear al parque de la colonia, ubicada cerca del sitio arqueológico de Kaminal Juyú, aprovechando el tiempo para reflexionar: es su auto-terapia. Contrario a la mayoría de sus compañeros, ya no le tiene miedo a la soledad. Lleva años en terapia psicológica y psiquiátrica pagada por su familia en . Conserva celosamente un cuaderno donde apunta sus reflexiones y las indicaciones de sus médicos. Ha sido víctima de sus emociones toda la vida y ahora sostiene que “las emociones las voy a tener toda la vida y yo ya no las quiero controlar, sino nivelar, porque una emoción demasiado controlada se me puede escapar”. En su cuaderno logro ojear: “la sensibilidad se caracteriza por despertar un sentimiento de pena y dolor y es altamente frágil”.
Es una incógnita saber cuántas de las personas en “Zoila Esperanza” se recuperarán; tampoco se sabe cómo seguirá sosteniéndose una institución que depende de la ayuda de los otros. Es este el refugio de los que, al final, no temen mostrar su más frágil y profunda humanidad, es el rincón de los que comparten sus derrotas; le dan nombre a sus debilidades y, con valor, las enfrentan.