De pronto, como si hubiese habido alguna consigna especial, o tal vez la hubo, no lo sé, los allí presentes nos dirigimos hacia el Palacio Nacional. Intentábamos entrar pero las negras puertas de metal estaban cerradas, infranqueables. Sin embargo, cada vez crecía más el número de personas que hacían presión y de repente, como si hubiera sido el agua liberada de una presa que cede ante lo inevitable, fue tal la fuerza de esa ola humana, que finalmente las rejas de la puerta se abrieron y como suele suceder en esos casos, al impulso de todos empezamos a recorrer los pasillos, a subir las gradas.
De más está decir que durante ese trayecto no toqué el piso sino iba como flotando, moviéndome solo al ritmo de quienes me llevaban, sin saberlo, en una especie de levitación involuntaria. Apenas podía respirar y por momentos llegué a presentir que algo malo podría pasarme. Sobre todo porque llevaba entre mis brazos a mi hijo pequeño, que por ese entonces tenía dos años.
Finalmente la ola humana se detuvo y mi hijo en brazos y yo quedamos de cara al féretro. Eran los restos del expresidente Jacobo Árbenz a unos cuantos pasos, a un solo roce de la mano. Retornaban a Guatemala luego de años de exilio.
Bajé a mi hijo al suelo y en la habitación observé a los otros allí. Rostros serios, algunos llorosos, otros contando chistes o anécdotas tal como suele suceder en un velorio tradicional de nuestro país.
Yo estaba a una distancia razonable del féretro cuando de pronto me percaté: mi hijo no estaba a mi lado. Mi angustia de madre me hizo empezar a buscarlo en unos breves instantes que me parecieron eternos, sintiendo que de pronto entre ese gentío algo terrible pudo haber pasado, él pudo haber salido de la habitación o simplemente alguien pudo habérselo llevado.
Pero no.
Vi hacia el frente y allí estaba: un niño de dos años con su boina azul ladeada sobre su pequeña cabeza, su pantalón de lona, sus zapatos, él sentado en una de las cuatro esquinas, a los pies del féretro del ex presidente Árbenz. Fue entonces cuando tuve una especie de luminosa revelación: quizás las nuevas generaciones, de alguna forma, algún día, quién sabe, podrían también contribuir al cambio en nuestra patria.
Lo dejé allí para que siguiera el ritmo de sus deseos. Estuve observándolo, viendo cómo en su inocencia de niño, sin haberlo querido, sin habérselo propuesto, estuvo en el momento y el lugar adecuados. Esperé a que se levantara y luego vino a mí. Un rato después nos marchamos.
Recuerdo esta anécdota porque recién me enteré que están ya preparando los festejos para conmemorar los cien años del nacimiento del expresidente. Es probable que de nuestra historia del siglo pasado, sea el más polémico, el más criticado, el más vilipendiado y el más perseguido, pero también uno de los más amados. Durante su gobierno realizó el único acto que estuvo a punto de cambiar nuestro destino como país: el Decreto 900, la Reforma Agraria. Pero esta realidad apenas duró, y la historia desde entonces sí que ha sido distinta.
Realidad, sueño o fantasía, lo cierto es que la posibilidad de ser diferentes se dio y la perdimos. No es tampoco tiempo ya de quedarnos dándonos golpes en el muro de los lamentos.
No obstante, bien vale la pena recordar la vida y los hechos de un hombre que creyó en la posibilidad de una Guatemala mejor, y pagó muy cara cada una de sus decisiones.
Más de este autor