La crueldad que mostraron estos ocho ¿deportistas?, hacia el nuevo integrante de la liga mayor a quien, siquiera por su edad, debieron haber respetado, provocó que un juez procesara a cinco de ellos por el delito de maltrato contra menores y a tres por agresión sexual. El caso se ventila hasta el momento en el Juzgado Segundo de Primera Instancia Penal de Quetzaltenango.
Nada nuevo en este lado del mundo. Ya Vargas Llosa en su novela La ciudad y los perros denunciaba entre 1962 y 1963 el sometimiento y humillación en la vida castrense. Puso en evidencia determinadas conductas que cercenaban el perfeccionamiento espiritual de los jóvenes. Huelga decir que tal conducta llegó a considerarse normal en las escuelas militares de América Latina. Como si fuera poco, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, este penoso modo de proceder se contagió a escuelas civiles y en nuestro país hubo necesidad —ya en el XXI—, de que en ciertos centros de estudios las autoridades prohibieran los “bautizos” por la acritud de las agresiones contra “los nuevos”. Y ahora vemos que la enfermedad ha infectado los escenarios deportivos.
Este tipo de acciones tienen muchas causas, primordialmente, la falta de conocimiento y fomento de la filosofía del deporte. No se trata de una actividad donde solo se tenga las opciones de ganar, empatar o perder porque entonces, estaríamos ante los nuevos gladiadores del Anfiteatro Flavio durante el Imperio Romano, antes del Medievo. Desafortunadamente, o no se conocen o se han olvidado los principios de dicha filosofía: fervor por la práctica, profunda introspección para conocerse a sí mismo, fomento de una cultura de la vida y estudios acerca de sus efectos en el quehacer diario, entre otros.
Todo equipo, como organismo vivo y operante, está sujeto a salud y enfermedad, empero, el fomento de la filosofía deportiva permite que el grupo no se vuelva disfuncional. Cuando la disfuncionalidad hace presencia, la crueldad se percibe como normal y sus miembros se desensibilizan provocando que el humano dé paso a la bestia. Y si se brutaliza o se abusa de un niño, a más del horror que semejante acto significa, se está forjando una víctima o un malhechor a futuro.
Conductas patológicas como las denunciadas por el joven afectado y su señora madre son síntomas y signos de que en nuestro país las raíces de nuestra sociedad están picadas por un insecto peor que el gorgojo. Y, el hecho de que aquello se vea y acepte como normal es muestra de que algunos de nuestros cimientos no sólo están picados sino también putrefactos. No son pocas las personas que a sotto voce han pugnado por ignorar tan deleznables actos. Es decir, ya no se tiene conciencia del mal en nosotros mismos.
El caso es más que serio. Un jovencito de 15 años abusado por hombres de edades que oscilan entre 22 y 40 años. ¡Vaya clase de individuos! Y la actitud de quienes defienden este tipo de acciones me recuerda la disertación de Morris West acerca del mal, en su libro Desde la cumbre. La visión de un cristiano del siglo XX: “El mal es sereno en su enormidad. El mal es indiferente a la argumentación y la compasión. No es simplemente la ausencia del bien; es la ausencia de todo lo humano, el orificio negro en un cosmos desplomado en el cual incluso la faz de Dios es eternamente invisible”.
A mi juicio, una especie de acedia cuya principal manifestación es la indiferencia.
Creo que, quienes cometieron semejantes ultrajes, no se diferencian de los torturadores profesionales ni de los sayones. La violencia del humano contra el humano es per se un mal definido pero, que suceda en un club deportivo y contra un adolescente es intolerable. Por esa razón titulé este artículo: Y sólo es la punta del iceberg.
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