Aunque en el ejercicio realizado por una radio el cuento más corto estuvo incluido en las preguntas, el cúmulo de respuestas daría para una antología del pensamiento político nacional, en especial de quienes aspiran a gerenciar el Estado excluyente, machista y racista que es Guatemala. Desde las abiertamente ignorantes del texto que les parece “divertido”, hasta las cínicas que identifican al autor, pero perversamente eluden analizar su contenido.
Sin embargo, basta una somera revisión a hechos recientes para entender a qué talla de dinosaurio nos enfrentamos al despertar de cada día. En las últimas semanas, se ha incrementado la cobertura de prensa sobre la desaparición de Cristina Siekavizza y la creciente certeza de que ha sido asesinada por su esposo, Roberto Barreda de León, hijo de la expresidenta de la Corte Suprema de Justicia (CSJ) Beatriz de León. Barreda de León consiguió que un tribunal le otorgara medidas de restricción contra su suegro, a fin de evitar que los abuelos maternos de los hijos de Cristina tuviesen contacto con los niños y pudieran tener la versión de esto sobre lo ocurrido la madrugada del 7 de julio en su vivienda. Barreda de León también logró que oficiales de migración hicieran caso omiso de la orden de arraigo que había sobre éste y le permitieran salir del país para evadir, en principio, declarar sobre los hechos y ahora eludir la acción penal ante la sospecha de su responsabilidad. Logró también que la alerta Alba-Keneth, basada en la ley del mismo nombre y que genera acciones de protección para infantes en peligro, fuese suspendida en la primera oportunidad, situación que le permitió sacar del país a sus dos hijos. En esta operación de impunidad, la familia de Barreda de León, cuyo padre también está ligado al sistema de justicia, ha sido pieza clave para generarle anillos de impunidad ante un hecho consumado de femicidio.
En otro caso, a menos de dos semanas de que se dictara sentencia contra cuatro de los responsables por la masacre de las Dos Erres, ocurrida en Petén en 1982, se intenta cerrar el cerco de intimidación contra las y los sujetos procesales. Trabajadores de la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG), entidad a cargo de peritajes que permiten la prueba científica en las masacres, fueron amenazados de muerte luego de un atentado. La amenaza claramente alude a los más de seis mil años de prisión a que fueron sentenciados el teniente Carlos Carías y compañeros. Unos días antes de la sentencia, la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (Avemilgua), publicó un campo pagado en el que reproduce, letra a letra, el espíritu de la filosofía contrainsurgente de la Doctrina de Seguridad Nacional, base deontológica del genocidio, la desaparición forzada, la ejecución extrajudicial, la tortura y el exilio como arma del Estado. Luego, en senda entrevista realizada por este medio, el general retirado y candidato presidencial del Partido Patriota, Otto Pérez Molina, con gigantesco desparpajo requirió que alguien le probase que en Guatemala hubo genocidio.
Esta semana, en un nuevo hecho de violencia estructural e institucional, un ejército privado al servicio de la familia Widmann, propietaria del ingenio Chabil Utzaj, arremetió contra comunitarios de la rivera del Polochic e hirió de bala a tres de ellos (incluido un anciano de 70 años y una niña de 9). El Organismo Ejecutivo, al cual la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha ordenado la adopción de medidas cautelares, es decir, acciones que prevengan la violación de derechos humanos en el entorno, se limita a observar cómo los finqueros arman, al mejor estilo de la tenebrosa Mano Blanca —el escuadrón de la muerte que funcionó durante el gobierno de Carlos Arana—, a un grupo ilegal que agrede a los comuneros, roba sus pertenencias y se vale de las armas de fuego para alcanzar su propósito.
Con semejantes botones de prueba, qué duda cabe de que el dinosaurio sigue aquí y espera nuestro cotidiano despertar de la pesadilla que vivimos.
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