Sentado en el sillón de la clínica, con una sonrisa en los labios, de esas que invitan a sonreírnos también, recuerdo su mirada, a veces directa, a veces esquiva, como quien no termina de confiar en el mundo y enciende todas las alertas porque en cualquier momento hay que salir huyendo.
«Problemas de control de impulsos, conductas rebeldes, agresividad hacia compañeros y familiares», rezaba el informe. Varias expulsiones de instituciones educativas y una lista de profesionales daban cuenta de un historial poco común para un niño de apenas 11 años.
Era un caso difícil. Recuerdo sobre todo a Sonia, su madre, con el cansancio a cuestas y la frustración de tocar puertas en busca de apoyo profesional, puertas que solo se entreabrían y desde las que recibía miradas prejuiciosas y desesperanzadoras. Echarle la culpa a la madre es siempre el primer impulso, y los profesionales de la salud mental podemos prejuzgar también. Mientras escribo, no puedo evitar pensar en los que leerán esto y harán lo mismo. ¿Dónde están los padres?, se preguntan mientras ven en la televisión las noticias del motín de los jóvenes del Hogar Seguro hace unos días.
La infancia de Emanuel no fue fácil, como no lo había sido la de su madre y seguramente tampoco la de sus abuelos. El padre, poco más que una sombra, desapareció pronto de la vida de ambos. Sonia trabajaba duro y estiraba como podía su sueldo, apenas superior al mínimo, para pagar tratamientos para Emanuel. Hospitales públicos, clínicas psicológicas de practicantes de universidades, clínicas privadas: nómbrenlas. Sonia había estado allí. Varias veces.
«Tuve que poner una Alba-Keneth», me dijo por teléfono. No era la primera vez, aunque sí mi primera vez (nunca un paciente mío menor de edad había huido de casa). Fuera de sí, asustada y llorando, me contó que Emanuel había escapado. Era de noche y no lo encontraban. El niño, que en momentos de crisis podía volverse una pequeña pero poderosa fiera y amenazar con golpear todo y a todos, incluyendo a su madre, estaba ahora solo en la calle y regresaba a ser, ante los ojos de su madre y los míos, ese niño pequeño y vulnerable que fácilmente olvidábamos que era, acostumbrados como estábamos a su versión más oscura.
La historia se repitió varias veces: Sonia y Emanuel frente al juez que amenazaba con mandarlo a El Platanar, como llamaban al Hogar Seguro. La madre luchó por todos los medios por que no lo llevaran. Luchaba por su hijo contra el sistema legal, como estaba luchando contra los profesionales de la salud mental, como había luchado siempre contra el mundo, como luchaba, también, contra su propio hijo, por su propio hijo. Y lo logró todas las veces. «Me lo van a violar», me decía. Durante las crisis, Emanuel se tornaba agresivo: varias personas eran necesarias para controlarlo. Su condición era seria. Necesitaba ser internado, recibir apoyo sostenido con psiquiatras, psicólogos, trabajadores sociales. Pero Sonia nunca encontró una opción segura y económicamente accesible. Era el Hogar Seguro o las pandillas, o la calle con sus peligros, o quedarse en casa bajo llave, acumulando rabia y sintiéndose progresivamente más ajeno al mundo.
La naturaleza nos programa para proteger a nuestros hijos. Sonia protegió a Emanuel, aunque también sentía que debía protegerse de él. Estas situaciones ambivalentes, en las que un impulso vital y profundo se opone a otro, son las más desequilibrantes para el ser humano.
Era el Hogar Seguro, o la calle, o la prisión en casa… O la muerte. Hace un año, el 9 de marzo, un día después de la muerte de las 41 niñas calcinadas en el Hogar Seguro, mataron a Emanuel. Dos adultos armados intentaron asaltarlos a él y a Sonia. Su espíritu combativo no midió, una vez más —una última vez—, las consecuencias de manifestar su ira. Lo mataron: un desenlace que tenía de espeluznante lo tanto que se parecía a los otros escenarios posibles para Emanuel. Aparentemente, había opciones, pero todas conducían a lo mismo.
Hay algunos para los que pareciera no haber lugar en este país roto.
El 8 de marzo se recordará siempre la negligencia, la indiferencia de un Estado que falló y sigue fallando en su obligación más básica y fundamental: proteger la vida. El 8 de marzo recordaremos a las 41, el 9 siempre recordaré a Emanuel y a Sonia. Ojalá la próxima vez, frente a los noticieros, ustedes también piensen en Sonia cuando alguien pregunte: «¿Y dónde están los papás de esos niños?».
Nota. Sonia y Emanuel son nombres ficticios. Su historia es real y la publico con su autorización.
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