Esta columna la llamé Quitapenas porque pensé que era el espacio para sacarme las penas, pero algunas veces las penas lo desbordan a uno y las palabras se quedan atoradas en la garganta. Vuelvo a escribir hoy, después de un período de descanso y de hastío. «Vuelvo, quiero creer que estoy volviendo».
Ya tengo algunos años escribiendo columnas y, cuando me pongo a escribir una nueva, siento que ya todo lo dije. La realidad se repite. No sé cómo hacen los periodistas más veteranos para seguir quejándose de lo mismo todos los días. La corrupción, la falta de oportunidades, la desnutrición que no acaba, las inequidades, las ciudades que crecen como hierba mala, sin control ni planes, el gobierno de turno haciendo desastres y el pueblo aguantándolos. ¿Qué cambia? Ni siquiera los personajes, porque todos se reciclan.
Me estoy volviendo vieja y quejumbrosa. «Me quedan dos o tres viejos rencores y solo una confianza». Dicen que con los años uno empieza a cargar solo lo necesario. Los amigos se me escurren de las manos como el agua. Solo unos cuantos —contaditos— permanecen en mis palmas. Los rencores, en cambio, comienzan a ganar espacio. Yo trato a diario de botarlos, pero dos o tres persisten en quedarse.
[frasepzp1]
Mi abuela murió cuando yo tenía 15 años. Su muerte me era tan extraña que, cuando en el colegio me dieron el pésame, sentí que era un halago. A esa edad «los viejos eran gente de cuarenta, / un estanque era un océano, / la muerte, solamente una palabra». En cambio, cuando vi morir a mi madre, ya tenía 30 y su partida me rompió el alma. La muerte ya no era solo una palabra, como dice Benedetti. Sin embargo, yo acababa de ser madre, mi primera hija tenía apenas un año y la vida se impuso y ganó la batalla. Verla crecer sana y amada era mi recompensa diaria.
Ahora, con más de 50 años y con las dos hijas adultas, ya le di alcance a la verdad y empieza a alcanzarme la muerte. Primero murió mi padre. Luego, dos de mis hermanos. Tíos, primos y amigos cercanos ya hicieron su último viaje. «El océano es por fin el océano». Ya no me ahogo en un charco. Tomo de la vida lo importante; y con el resto, que hagan piñata. Quizá por eso me hartan las redes sociales, que de sociales no tienen nada. Son como una pequeña aldea de privilegiados que se la pasan gritando sus nimiedades. Solo ven su ombligo y ni por asomo levantan la mirada. Incapaces de ver más allá de sus narices, se desgarran por una banalidad. Basta con salir un poquito de ese mundo virtual para darse cuenta de que a la gente de verdad esos temas la tienen sin cuidado. Ellos se rajan la espalda a diario para comprar la comida de sus hijos. Las mujeres desgastan su propio cuerpo amamantando a sus crías. Los niños andan sucios, enfermos y con hambre mientras nosotros nos indignamos —virtualmente hablando—.
Ya ni hablar de sexo me entusiasma. Si es cierto, como dice Florentino Ariza, que hemos venido al mundo con los polvos contados, ¿de cuántos me he perdido yo mientras estoy hablando? Por suerte, masturbarse sigue siendo una opción para cualquier digna madre. Y hacerlo está siempre al alcance de la mano.
«Vuelvo, quiero creer que estoy volviendo, / con mi peor y mi mejor historia. / Conozco este camino de memoria, / pero igual me sorprendo» (Benedetti).
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