La toma de conciencia colectiva nos ha llegado un poco tarde, pues la movilización social ocurre en plena campaña electoral. Queremos depurar a la casta política, pero el marco legal nos manda escoger entre sus miembros a las nuevas autoridades del Gobierno nacional y de los Gobiernos locales, así como a los legisladores que luego tendrán que seleccionar a jueces y magistrados de diversas cortes para que les garanticen impunidad. Así parece funcionar el ciclo político que hemos logrado desenmascarar gracias a valientes fiscales del MP que han investigado con la ayuda de la Cicig.
Entonces, nos enfrentamos a un dilema. ¿Participamos nuevamente bajo las mismas reglas del juego? ¿Procuramos ahora un cambio de fondo en la Ley Electoral y de Partidos Políticos (LEPP) sabiendo que no entrará en vigencia sino hasta dentro de cuatro años? Entiendo que es un dilema porque los tiempos legales son irreversibles, incluso difíciles de cumplir, para buscar un binomio presidencial de consenso que pueda ser apoyado por una coalición conformada por los vehículos electorales minoritarios —algunos tan pobres en recursos financieros que aún no han podido realizar sus asambleas—. Entonces, ¿estamos dispuestos a legitimar con el voto a las nuevas autoridades?
Algunos intelectuales y líderes de opinión están llamando al voto nulo como una herramienta de expresión del descontento contra la casta política corrupta. Pero ese voto nulo, por más numeroso que sea, no evitará que alguien llegue al poder y sea declarado legítimo ganador. Las maquinarias electorales están bien aceitadas por los dineros de dudosa procedencia, y el Tribunal Supremo Electoral (TSE) no tiene la fuerza necesaria para cancelar a los partidos que han infringido la ley —a menos que el movimiento ciudadano decida transferirles su fuerza moral a las autoridades electorales—.
Estoy de acuerdo con que el voto nulo no es lo mismo que dejar de asistir a las urnas, pues conlleva un costo que se asume para no perder el derecho a expresarnos. Sin embargo, para efectos prácticos es lo mismo, pues la legitimidad de las elecciones es, aunque no nos guste, un ejercicio de pura aritmética: «Ganará la elección la planilla que obtenga a su favor, por lo menos, la mitad más uno de los votos válidos» (art. 201, LEPP). Por voto válido se entiende aquel emitido a favor de una planilla, según el artículo 237 de la misma LEPP, en la cual también se especifica qué es un voto nulo: «Será nulo todo voto que no esté marcado, claramente, con una X [equis], un círculo u otro signo adecuado; cuando el signo abarque más de una planilla, a menos que esté clara la intención del voto; o cuando la papeleta contenga modificaciones, expresiones, signos o figuras ajenas al proceso. También serán nulos los votos que no estén consignados en boletas legítimas, aquellos que pertenezcan a distrito electoral diferente o que no correspondan a la junta receptora de votos de que se trate, así como aquellos votos que en cualquier forma revelen la identidad del votante».
En la primera vuelta del 2007 hubo un 6% de votos nulos respecto al total de votos válidos (con una participación del 60% de los empadronados). En la segunda vuelta, los votos nulos bajaron a menos del 4% del total de votos válidos, pero con una participación menor al 50%[1]. En las elecciones del 2011, la participación en primera vuelta subió a casi el 69% y los votos nulos disminuyeron a menos del 5% del total de votos válidos. En segunda vuelta, la participación se mantuvo alta, arriba del 60%, y el voto nulo perdió peso relativo: no llegó ni al 3% de los votos válidos[2]. Lo difícil es interpretar esos números. ¿Fueron expresiones de descontento contra el sistema político o simplemente es el porcentaje de ciudadanos que no sabe marcar una papeleta? Las juntas receptoras de votos no llevan una tabulación específica para detallar los motivos que anulan el voto (art. 186, LEPP).
En esta oportunidad puede ser que el hastío respecto a los partidos políticos, sus candidatos y los resultados electorales hagan que muchas personas no vayan a votar, de modo que aumente el abstencionismo, aunque esto podría ser compensado por una clase urbana movilizada recientemente que se ha politizado, en el sentido positivo del término, y que podría ir a votar en grandes números. Efectivamente, puede ser que algunos de estos electores inconformes con el statu quo anulen su voto como expresión de rechazo a toda la clase política, pero esto no restará legitimidad al resultado de las elecciones. Alguien tendrá que asumir el poder del Estado nos guste o no.
Sabemos que el voto individual no tiene efecto alguno en el resultado electoral. Es irrelevante desde el punto de vista estadístico. Lo que importan son los agregados. En ese sentido, lo más estratégico para que el electorado haga oír su voz sería coordinar el voto. Por ejemplo, si el TSE no cancela a los partidos que han violado la LEPP, debemos difundir la consigna de no votar por ellos y de hacerlo por alguno que sí ha respetado la ley. Otra idea, que requiere más trabajo de inteligencia, consistiría en hacer un inventario de los casi 30 000 candidatos que aspiran a cargos de elección y publicar su récord como funcionarios, los intereses de quienes los financian, sus antecedentes penales y policiales y las denuncias recibidas en su contra por el MP —esto último es relativamente sencillo con la tecnología ya disponible—. Estas herramientas de coordinación pueden afectar el voto colectivo y ayudarnos a depurar parcialmente a los organismos Legislativo y Ejecutivo, así como a varias alcaldías.
¿Quién se apunta a canalizar el descontento popular en acciones concretas que vayan más allá de lo meramente expresivo y simbólico?
Invitación. Este miércoles 20 de mayo se realizará un panel de discusión sobre el voto nulo en la librería Sophos a las 7 p. m. Tendré el gusto de compartir con Andrea Tock, Fernando Ramos, Eduardo Fernández y Juan Pensamiento Velasco.
Más de este autor