Hace años cuando viví por primera vez en esta parte de la ciudad, me topaba camino a casa con un rótulo grabado en concreto que anunciaba que a través de ese camino se podía llegar a pueblos lejanos en Baja Verapaz. Era uno de esos rótulos que me llevaban de inmediato a mi niñez viajando en el auto de mi abuelo, mirando por la ventanilla cómo el país se iba apareciendo en la carretera hacia Oriente, en nombres pintados con letra negra decolorada.
Nunca tuve el impulso suficiente para seguir por este camino. Ni siquiera movido por esa curiosidad de mirar una de esas garitas que usaba la Policía, convertida ahora en capilla de oración. Ni siquiera porque las curvas que seguían a la entrada de mi condominio parecen llevar a un bosque insondable.
Pero no fue así esa tarde. Seguí de largo y por primera vez, quise saber a dónde iba a parar el y si era cierto que al final encontraría talleres de alfarería y pueblos llenos de gente muy alegre, como me lo había pintado uno de mis vecinos.
Al lado derecho, la invasión que llenó de diminutas casas de una planta la carretera, desapareció con la tercera curva. Una fina capa de polvo cubría la vegetación uniformando su color como si fuera una versión ceniza del mundo. Un par de buses extraurbanos venían a toda marcha hacia la ciudad porque la noche estaba por caer.
Más y más curvas. Hasta llegar a inmensos paredones de block que dividían las propiedades donde se extrae la piedra. Al otro lado, un precipicio que daba hacia el río las Vacas. Luego, montañas enormes arboladas con pinos y la luz del atardecer penetrándolos hasta hacer ese juego de rayos de sol y sombras verticales como de peces con la cabeza enterrada.
Soledad. No había tránsito fluido por la carretera a Chinautla Vieja la tarde de ese sábado. Dan un poco de miedo los caminos solos. Demasiadas historias de emboscadas preparadas para robarte hasta lo último que cargues. Pero nada parecía ocurrir ahí, ni siquiera eso, salvo la desolación del camino empolvado y los kilómetros que seguían uno tras otro, entre dispersas construcciones donde se fabricaba block o se iba a las pedreras.
Menos de media hora bastó para que el asfalto del camino se agotara y llegáramos a una especie de continuación de tierra. Detuve la marcha porque la carretera parecía haber sido tragada por una casa de madera desvencijada cuyo patio parecía ser el camino, mientras enfrente, posaban sus animales. Una vaca soñolienta y muchas gallinas. Las cosas fueron más claras cuando vi que un autobús pasaba por ahí. Entonces descifré que ese era el camino.
Seguí por ahí, entre el polvo, mientras me recibía un muro de adobe pintado con añil, diciendo “Bienvenidos a Chinautla, tierra de Pocomanes” Ya empezaba a descascararse y a confundirse con el lodo del que estaba salpicado el muro. Al lado izquierdo, la desembocadura de los ríos había formado una especie de playa enorme a donde iba a parar toda la mierda de la ciudad.
Zopilotes rondando sobre los niños que jugaban por ahí y un mar de basura. El apocalipsis ante mis ojos, en la aldea Cruz Blanca. Dos niñas muy alegres, iban cargando dos enormes contenedores llenos de mazorcas. Parecía estar tan lejos de la ciudad, de toda su parafernalia de desarrollo, sus inmaculadas construcciones de vidrio y concreto. Y estaba tan solo a quince kilómetros de la capital. Una nada.
Pedí instrucciones a la gente que jugaba al fútbol en la calle sobre cómo llegar al parque. Me las dieron, sin avisarme claro, que no había tal parque, salvo una enorme Ceiba. El ambiente rural de ese camino me había tomado, como cualquier relato sureño de los gringos. Esos donde entre la pasividad de los pueblos pequeños se escapan zarpazos de horror. Como si algo malo fuese a ocurrir, acompañado de muchos milagros. Como si el espíritu místico del lugar que parecía una zona de bombardeo nuclear, me quisiera decir algo.
Pensé en la desgastada broma de “Vos y el Alcalde de Chinautla…”. A pocos les importa el sitio, es la verdad. Lleva más de una década siendo el mismo alcalde: Arnoldo Medrano, el que entrega obras a Willy Wonka el reguetonero. Me pregunto si W. Wonka alguna vez querrá filmar un vídeo clip de sus pegajosas melodías sobre la playa de desechos que circula el lugar. Yo lo disfrutaría. Sería acaso un himno de premonición futurística, de nuestro destino miserable.
Una tienda abierta con bolsas de chucherías colgando en serie, con la música de una pequeña radio ambientando su interior lleno de barrotes de metal. Tres mujeres con faldas hermosas de colores caminando con decisión sobre la vía de tierra suelta. Un cruce hacia otro camino donde encontraría el entronque que me devolvería a la ciudad.
Al llegar ahí no había más rótulos. Sólo tres borrachos con palas, que fingían arreglar el camino para pedir monedas. Les pregunté por donde seguir y me señalaron una enorme cuesta cuya inclinación parecía ser el ascenso a una rampa de acrobacias. Confié en mi auto, como se confía la vida en un pequeño motor coreano. Empezamos a ascender. Al lado izquierdo vimos el volcán de Agua con el cono lleno de nubes y el sol morir ahogado en ellas.
Volvieron a aparecerse las casas de block, las construcciones como pequeñas cárceles erigidas una tras otra, en las laderas de la montaña. Estaba en una especie de asentamiento. Uno que acababa de celebrar su feria, o al menos eso intentaba decir con sus adornos de poste a poste, esas coloridas tiras de plástico que se agitaban con el viento.
Seguí por lo que parecía ser la vía principal, llena de casas abigarradas y autos modificados ronroneando con el estéreo a todo lo que da. Hasta llegar a ese bulevar que ya me resultaba familiar. El que pasa al lado del estadio La Pedrera.
Los focos públicos empezaron a prenderse. Las avenidas transitadas me abrazaron, con sus semáforos a cada cuadra y las motos rondando en enjambres. Todos los caminos que aún me harán falta recorrer estoy seguro que no se parecen a esto. Sino a ese secreto que parece guardar las rutas desoladas.
Como ésta, escondida entre el polvo. Y sin embargo, a pesar de que para la ciudad esos sitios parecen ocultos, la ciudad está desnuda para ellos. Reciben nuestros caudales de porquería. Mientras un reguetonero recibe los millonarios contratos que no llegarán a sacudir ni un gramo del polvo que cubre el lugar. Es en verdad Willy Wonka; sólo que en vez de chocolate, ya sabemos de qué van estos ríos.
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