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Vivir en la "colonia" Burgo

Salir de la casa que se ha habitado por varios años y llegar a un lugar nuevo, estrecho, distinto, es una experiencia difícil. A un hombre le afectó la presión, los nervios. Siempre había comprado el pan y de repente había días en que pasó a comprarlo tres veces. Había perdido sus referentes cotidianos, se había desorientado. “Fue”, dijo su esposa, “un cambio de vida”.
Como ha sucedido en el caso de los damnificados por la tormenta Stan o Mitch, vivir en un albergue se puede volver la experiencia de habitar una especie de limbo: en una transitoriedad que no termina.
Los baños en Burgo son colectivos
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Vivir en la "colonia" Burgo

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A finales del año 2011 les llegó la calamidad a las familias de varias colonias del cerro Alux, en el municipio de Mixco. Lugares que podrían ser otros muchos lugares, con nombres como Los Magueyes, La Asunción, El Manzanillo, San José y Anexos, fueron desalojados por los deslizamientos y la grieta que apareció poniendo en riesgo la vida de los habitantes. Ahora llevan más de año y medio viviendo en el albergue Burgo.

La Coordinadora Nacional de Desastres (Conred) declaró el área inhabitable y varias decenas de familias salieron del lugar debido al evidente peligro que corrían. Las autoridades del municipio de Mixco, de Conred, del desaparecido Fondo Nacional de la Paz, les informaron que serían reubicados en un albergue temporal. “Serán 6 meses”, dice Ashley, una niña de 13 años, que les dijeron a los vecinos. Tuvieron que irse en varias fases. Comenzaron a hacerlo a principios de 2012.

Desde entonces, algunas personas optaron por regresar a sus lugares de origen. No hay servicios, aunque están buscando que se los reconecten. Los que permanecen en el albergue todavía esperan saber qué será de ellos.

Lo que saben (lo saben los adultos pero también los niños) es que siguen viviendo en la ahora llamada “colonia” Burgo, lo que se pensó como un albergue temporal y que se encuentra al costado de la Colonia Lo de Coy, en Vista al Valle, apenas a unos pasos de la ruta interamericana en Mixco.

Además de la municipalidad local, que mantiene los servicios básicos, hay pocas instituciones que ayuden a los pobladores. El Ministerio de Agricultura –MAGA– apoya en la elaboración de manualidades (que no todos pueden hacer por carecer del dinero que se necesita para comprar los materiales) y una estudiante de Trabajo Social de la Universidad de San Carlos ha organizado a un grupo de mujeres en este semestre para trabajar diversos temas, incluyendo alguna posibilidad de agenciarse de los siempre escasos recursos.

Lo principal, un terreno para volver a empezar, no se ha materializado todavía.

Los habitantes ya formaron un consejo comunitario de desarrollo y pretenden hacer cumplir la promesa que les hicieron: pasarían seis meses en el albergue y después a un lugar donde edificar permanentemente.

Más allá del retraso, la situación de estas familias condensa diversos problemas de la vivienda en Guatemala: se edifica en lugares de riesgo, hay poca vivienda o sus condiciones son precarias e indignas, o son muy caras para ciertas poblaciones, etc. Ni las acciones del gobierno, ni la “magia” del mercado han resuelto estas condiciones que se reflejan en la “colonia” Burgo.

Como ha sucedido en el caso de los damnificados por la tormenta Stan o Mitch, vivir en un albergue se puede volver la experiencia de habitar una especie de limbo: en una transitoriedad que no termina.

La vida en la “colonia” Burgo

Lo dicen hasta las canciones. Por ejemplo, el grupo de rock Cindirella lo cantaba hace años: “No sabes lo que tienes hasta que lo pierdes”.

Sin haberla escuchado, Lisbeth una niña de 11 años que vive con su papá, su mamá, seis hermanos, un perrito y un gatito, lo sabe por experiencia propia. Dice que hay cosas de su anterior casa que extraña: “los árboles, los columpios, mi cuarto, mis conejos, los patos”.

En contraste agudo (marcado por cierta idealización del pasado), aunque están mejor que si hubieran invadido, las condiciones de vida en esta nueva “colonia” pueden llegar a desesperar. Las paredes son de tablayeso, el techo es de lámina o lámina acanalada y el piso es de tierra. Cuando ha llovido fuerte, el agua se entra y los mosquitos son una molestia seria (pese a las fumigaciones). Como la estancia en el lugar se prolongó más de lo esperado, quienes han podido construyeron pequeñas bodegas o cocinas con láminas, cartón y ladrillos . Una señora construyó un poyo para tirar tortillas y cocinar otras cosas, pero que no todos tienen esa suerte ni ese espacio extra.

La queja generalizada tiene que ver con lo reducido del lugar. Estos albergues miden menos de 20 metros cuadrados. En familias de cinco miembros, cada persona goza de menos de 4 metros cuadrados. Un poco más de lo que una persona adulta ocupa extendiendo los brazos. Se reúnen para hablar de este problema. Una mujer cuenta: “Aquí cabe una cama, aquí pegado un ropero. Ponga mi ejemplo, tengo tres hijos. Aquí mi cama y los tres duermen en una sola cama… Más aún, nosotros tuvimos que hacer una galera al lado afuera para poder meter. Pero igual es un espacio chiquito”. Hay algunas familias, como la de Lisbeth, que tienen hasta nueve integrantes. Ya sólo dormir en un espacio tan pequeño puede resultar incómodo.

Los servicios son públicos y para orinar o defecar es preciso salir de casa y dirigirse a los sanitarios portátiles que se encuentran en dos ubicaciones correspondientes a cada uno de los “sectores” del albergue. Dichos sanitarios son descargados con bullicio y peste en un camión municipal. Si quieren bañarse tienen que ir a las duchas que se encuentran cercanas a los baños portátiles. Y lo mismo tienen que hacer si quieren lavar su ropa. Asuntos tan cotidianos son ocasión para interferencias o para que surjan pequeñas molestias entre vecinos por el tiempo de uso de los espacios o la “bulla” de algunos. Se limitan los movimientos y se interfieren con actividades básicas de la vida cotidiana. Los ruidos y olores se mezclan y no hay espacio para cierto retiro.

Salir de la casa que se ha habitado por varios años y llegar a un lugar nuevo, estrecho, distinto, es una experiencia difícil. A un hombre le afectó la presión, los nervios. Siempre había comprado el pan y de repente había días en que pasó a comprarlo tres veces. Había perdido sus referentes cotidianos, se había desorientado. “Fue”, dijo su esposa, “un cambio de vida”.

Es conocida la relación que se hace entre las condiciones de hacinamiento y cierta agresividad. Esto se ha observado bien en ciertas especies animales que, en estas condiciones, reaccionan agresivamente o con conductas de escape.

Sin embargo, el psicólogo Ignacio Martín-Baró, al estudiar el fenómeno de los “mesones” en El Salvador, (el equivalente del vecindario del Chavo del Ocho), encontró que el hacinamiento, que describe como “una experiencia de escasez espacial ocasionada por la presencia de un elevado número de personas dentro de un mismo espacio físico”, tiene una significación distinta de acuerdo a otras condiciones que van más allá del espacio físico.

El espacio es una construcción social y las condiciones físicas, como señala el psicólogo español Luis de la Corte, “cobran sentido en la medida en la que entran a formar parte de una organización simbólica y en cuanto se constituyen como una serie de recursos cuyo aprovechamiento se ve socialmente determinado”.

En concreto, en la “colonia” Burgo esta condición parece traducirse en una combinación de nostalgia y tensión que está a flor de piel.

En una reunión de mujeres, más de año y medio después de que las trasladaran a este albergue, no pueden hablar tranquilamente de lo que significó dejar su antigua casa y mudarse. Hay señoras que ue lloran al por su vivenda anterior. Sienten nostalgia por la pérdida. La casita. La casa. En el imaginario un lugar propio es una alta aspiración. Perderlo, si se tuvo, supone una alteración del proyecto vital. Es dejar un lugar al que se está emocionalmente ligado, que contiene recuerdos de la vida pasada, pero también subsanan una necesidad física: en algún sitio hay que vivir, y otra psicológica: la de arraigo, la de estabilidad, la de permanencia. Un niño de 13 años lo resume: “Antes tenía uno su terreno”.

Además, lo imprevisto de la situación afecta en lo emocional y en las condiciones materiales concretas. Una de ellas testimonia que pensó: “Yo tengo 25 años de vivir aquí, en dos meses no voy a recoger lo que acumulé en 25 años. No, allí que se quede. Yo tengo cosas allá todavía que se están arruinando, ya se arruinaron… Yo me traje lo que me iba a servir”.

Y no es que no hayan intentado regresar. Pero no pueden. Las construcciones que dejaron y los enseres se han ido deteriorando o han sido robados por quienes se aprovechan de la desgracia ajena.

Por otro lado está la tensión de vivir en un ambiente tan pequeño y tan “impropio” (puesto que saben que es de paso, que no les pertenece). “Para mí es muy difícil estar acá. Uno en su casa hace lo que uno siente, pero aquí usted pone mucha bulla ya está el vecino tocando…lo que nos divide es esto (la tablayeso), estamos pegaditos…Yo viví 13 años”.

Además de esta situación básica, hay otras condiciones de la vida diaria que se dificultan y que resultan muy problemáticas. El mero hecho de no poder cocinar sus alimentos en su hogar. Las condiciones de los albergues hacen que sea muy peligroso cocinar dentro. Tener una estufa y un tambo de gas no es recomendable (aunque siempre hay quien lo hace). Por tanto, existe un comedor que reparte los tres tiempos de comida.

Las vecinas dicen que al principio el menú era más variado, pero que ahora se va haciendo más repetitivo y más pequeño. La explicación que les han dado parece mantra de las instituciones públicas: “ya no hay presupuesto”. Claro, también reconocen que, en comparación con otras personas, es una “bendición de Dios”.

Lo importante es la significación de esta condición. Este detalle a cualquier administrador/planificador político le puede parecer irrelevante. Al final de cuentas las personas tienen sus tres tiempos de comida.

No obstante, cualquiera que haya tenido mamá sabe que cocinar es también parte del afecto que circula en las familias. Pero más allá de este aspecto afectivo de primer orden, la imposibilidad de preparar los propios alimentos señala una de las condiciones que pueden originar cierto deterioro y pasividad a nivel psicosocial. Hay vecinas que señalan a otras porque ya no hacen nada (su expresión es mucho más dura).

Los estudios sobre situaciones traumáticas, sobre resiliencia o empoderamiento, muestran que uno de los indicadores de trastornos es la falta de control en las condiciones de vida, lo que puede crear pasividad, dependencia y fatalismo. Precisamente en situaciones problemáticas, uno de los objetivos que se buscan es que las personas y los grupos puedan desarrollar cierto control sobre su existencia. Que puedan elegir y desarrollar cierta autonomía en las decisiones.

Por lo tanto, aspectos tan cotidianos como la preparación de los alimentos son una forma de estructurar el tiempo, de dar sentido a las cosas, de obtener cierto control frente a las condiciones externas.

A ello hay que sumarle un tercer aspecto, además del hacinamiento y la pérdida de control. Es la pérdida de intimidad. Como ya lo evidencia lo que dicen las mujeres, todos los miembros de la familia tienen que vivir en el mismo espacio. No hay otro. Allí tienen que comer, dormir y lo que se pueda.

A los vecinos de la “colonia” Burgo se les ha dicho que pronto tendrán un terreno donde edificar. Que ya hay máquinas que están aplanando las calles y que pronto introducirán servicios para que se vuelva un lugar habitable. En Satélite les han dicho.

Dado el tiempo que ya ha pasado, no saben si creer o no. Como en todas estas situaciones, hay rumores de que es cierto y de que no es cierto. Que hay problemas porque el terreno que les darían tenía varios dueños o que estaba hipotecado. Sabrá Dios si esto es verdad o no.

Lo que es innegable es que hay una actitud que oscila entre cierta esperanza de que en algunos meses puedan irse a un lugar definitivo y la inveterada desconfianza frente a las autoridades.

Unas pocas cosas

Apenas unas cuantas cosas van definiendo la existencia concreta de las personas y tienen que ver, al final, con la corporalidad necesitada y sintiente que somos. Cómo seguimos vivos (comida y salud), cómo nos protegemos del medio (vestido y vivienda) y qué actividad desarrollamos (locomoción y trabajo). Ni que decir que en este país muchas personas no tienen garantizada ninguna de estas cosas. Para muchos, las tres preocupaciones centrales son el desayuno, el almuerzo y la cena. Y no hay garantía de cumplirlas.

Otro aspecto que deja mucho que desear en las condiciones de vida del país es, precisamente, el tema de la vivienda. Los lugares donde habitaban las personas que se encuentran en el albergue/colonia Burgo no eran ideales. Pero seguramente eran mejores que las que tienen ahora.

Lo peor del caso es que el hacinamiento y la falta de condiciones dignas de vivienda, que incluye aspectos que nos parecen tan elementales y tan “naturales” como espacios privados e higiénicos para las necesidades corporales, no son sino una lejana aspiración para muchos. Por ello es que también la situación de los habitantes de la colonia Burgo muestra, si bien de forma condensada, la experiencia de muchas personas en este país.

Ya lo decía hasta Hegel, uno de los filósofos candidatos a primer lugar en idealismo (filosóficamente hablando), invirtiendo una cita de Mateo: “Buscad primero la comida y el vestido, que el reino de Dios se se os dará por añadidura”.

Pero ya se ve lo difícil que será alcanzar el reino.

 

Nota: Se contactó con la oficina de comunicación social de la Municipalidad de Mixco para conocer su opinión al respecto, pero al momento, no se ha obtenido respuesta.

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