Existen clasificaciones para los asentamientos dependiendo de los avances en los servicios que tengan. Pero vivir en un asentamiento, cualquiera que sea, es vivir en un barranco, con todo lo que ello implica: vivir al margen de todo.
Vivir al margen es vivir ahí donde nadie quiere estar, donde ningún gobierno se preocupa por actuar porque es lo que no se ve o por lo menos, donde nadie quiere voltear a ver. Estoy segura que muchos desearían que ciertas calles tuvieran muros para no dejar ver la pobreza y su fealdad debajo de los puentes. Y sin que esos muros estén ahí físicamente –aún–, sí lo están en la práctica.
Vivir en los asentamientos es tener todo en contra y no tener nada. Es carecer de vivienda digna, de agua, agua potable, electricidad, alumbrado público, rutas de acceso, drenajes sanitarios y pluviales, condiciones de sanidad, centros de salud, de educación y mucho menos de recreación. Es vivir en áreas geográficas accidentadas no aptas para vivir y donde abunda la vulnerabilidad frente a los llamados desastres naturales.
Es tener que caminar en lodo para ir a la escuela de lámina o caminar grandes distancias para ir hasta el centro de salud más próximo, para que le digan que no le pueden atender. Es ver morir niños de enfermedades que podrían ser prevenidas con algo de educación.
Sin educación, las personas difícilmente encuentran trabajos con condiciones dignas. Muchos se dedican al trabajo informal o en lugares donde su humanidad es explotada. La falta de educación sumada a situaciones como el machismo, hará la planificación familiar inexistente. Habrá embarazos no deseados, a tempranas edades, productos de violaciones, y numerosos hijos. Habrá madres solteras que deben salir a trabajar para resolver el sustento de cada día. Y los hijos se quedan solos y van creciendo a su suerte.
El estrés que produce el tener que sobrevivir en estas condiciones es un detonante para cualquier situación. El maltrato a los hijos e hijas es una de estas expresiones. Si cuando tenemos un día pesado en la oficina a veces llegamos a la casa a rematar, teniendo todo lo necesario, imagínese cómo será tener un día de “trabajo” fatal, teniendo cuatro bocas que alimentar.
La fórmula del círculo vicioso es demasiado perversa: falta de servicios básicos – falta de educación – falta de salud – desempleo o subempleo – crecimiento demográfico – violencia contra las mujeres – violencia contra la niñez – violencia estatal – actividades delictivas – etc. etc. etc. Y todo ello en la sombra e invisibilidad.
El ser pobre no tiene nada que ver con ser violento, como muchos se atreven a criminalizar a los pobres. Muchos dicen que la pobreza va de la mano con la violencia, pero la violencia también empobrece.
Para mencionar un caso concreto: Villa Nueva es un municipio aledaño a la ciudad capital, atractivo por su cercanía y la relativa facilidad para acceder a una vivienda (digna o no). Cuenta con más de 60 asentamientos con unos 93,000 habitantes.
¿Cómo se cambian esas condiciones cíclicas de marginalización? ¿Cómo salir de ese anonimato, generación tras generación? ¿Cómo salir adelante cuando se tiene todo en contra? ¿Cómo devolver la esperanza arrebatada? Y aún así, ¿nos atrevemos a acusarlos de pobres y violentos por “falta de valores” y “desintegración familiar”?
En esta discusión es importante hablar de marginalización y no de marginalidad. La marginalidad no aparece de la nada, es producto de un proceso (histórico, social, económico, político) que ha ocasionado esta problemática. Con más precisión podemos señalar la ausencia del Estado y de los gobernantes que no han querido trabajar en estos lugares por esa misma razón, por estar y permanecer al margen, porque pareciera que el costo “no vale la pena”. Es importante y urgente pues, que los gobiernos hagan trabajo en lo invisible, ahí donde nadie ve, donde a nadie le importa.
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