La prensa escrita y las redes sociales así lo noticiaron el recién pasado fin de semana. En plena época de paz firme y duradera, hubo sólo en la ciudad capital, más de 20 baleados el sábado 15. La mayoría de los hechos estuvieron signados por el consumo de alcohol previo a las bataholas.
Como una manifestación de nuestra realidad terrorífica, algunos de esos actos fueron cometidos por adolescentes o jovencitos. Menores de edad que, inmersos en el entresijo oscuro y repetitivo del mal, llegan a alcanzar el oprobio total de la persona humana: No dignidad, no voluntad. Niños amorales convertidos en malhechores sumidos en la esclavitud de quienes los manejan y explotan.
Y nos preguntamos: ¿Por qué? ¿Cuál es la causa? ¿Por qué se reproduce la violencia con tanta facilidad?
Pensamos también en el Estado, y nuestro discernimiento nos lleva a una triste conclusión: Hay una pérdida total de confianza entre nosotros como pueblo y los servidores públicos. Ya no creemos en nuestras autoridades. Se convierte así el Estado en un barquito a la deriva, sin brújula siquiera y navegando en medio de un mar tumultuoso. Y nosotros, pueblo, tratando de entender que es mejor la opción del sálvese quien pueda. Y peor aún, tratando de comprender la razón del abandono en que nos tienen aquellos que nos gobiernan. Aquellos a quienes nosotros sentamos en el poder con nuestro voto libre y soberano.
Las dudas que nos asaltan, particularmente durante aquellas madrugadas en las que escuchamos ráfagas de ametralladora, no son nuevas. Muchas veces, durante el conflicto armado interno nos preguntamos acerca de la razón del mismo. Las respuestas que tenemos son similares. Van, desde explicaciones inconcebibles (al estilo gnóstico o maniqueo) hasta las que se acercan más a la realidad: La búsqueda del poder indefectible y demoledor.
Y la primordial sintomatología de la podredumbre que nos embarga como sociedad y como Estado yace en esa indiferencia enorme ante los hechos terribles que a diario nos suceden. Desde el mutismo ante el asesinato de un chofer de camioneta a manos de una adolescente hasta la cómplice aceptación de una bizarra decisión de la Corte de Constitucionalidad. Pareciera ser entonces que tenemos acomodado hasta nuestro propio espíritu.
La guerra bestializa y corrompe. A esos niveles se logra llegar a través de la implantación del miedo y el uso de la crueldad. ¿No estamos acaso en una situación tal? Y lo peor que puede sucederle a una sociedad y a un Estado en situación de guerra es la pérdida del discernimiento de sus líderes. Ya perturbados, creen que su respuesta es la única valedera. Lo demás, debe censurarse. ¿Bajo qué criterios éticos?, ¿bajo qué preceptos legales? Para darnos las respuestas adecuadas están ciertas Cortes que, en nuestro caso, también están cooptadas por la corrupción. Así, la sana crítica se silencia y se acobarda la indignación.
Quizá por ello vemos que se recortan presupuestos de programas esenciales como Pacto Hambre Cero; tal vez por ello, las estadísticas oficiales de violencia y no violencia no concuerdan con las de los medios de comunicación; y ciertamente por ello, personas que otrora las conocimos como gente de bien, ahora las vemos como vulgares muñecos de ventrílocuo repitiendo que todo está bien en el País de la Eterna Primavera.
Ante tales argumentos no dudo que la respuesta a la pregunta con que nominé este artículo es: “Sí, estamos viviendo otra guerra”. ¿Cuál?, vaya usted a saber. Cada ciudadano tendrá una explicación de acuerdo a la experiencia que haya vivido.
En el entretanto, el sonido de una descarga de arma de fuego y el ulular de una sirena rasgan el silencio de nuestro domingo por la tarde.
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