Violencia y poder, son las dos caras de una misma moneda, y en la historia son pocas las excepciones que en el plano político y social, uno y otro no sean como los dos brazos de un mismo interés que busca ser visto como legítimo, o simplemente impuesto.
En Guatemala, la violencia se vive en un gran abanico de matices. La violencia tiene una capacidad para interiorizarse, implantarse, ser parte de las relaciones sociales cotidianas, convertirse en estructuras que estructuran nuestra vid...
Violencia y poder, son las dos caras de una misma moneda, y en la historia son pocas las excepciones que en el plano político y social, uno y otro no sean como los dos brazos de un mismo interés que busca ser visto como legítimo, o simplemente impuesto.
En Guatemala, la violencia se vive en un gran abanico de matices. La violencia tiene una capacidad para interiorizarse, implantarse, ser parte de las relaciones sociales cotidianas, convertirse en estructuras que estructuran nuestra vida. Cuando se le estudia, se le entiende bajo índices de muertes, de porcentajes que cambian según trimestres. Las opciones de política van desde chalecos para motoristas, hasta la militarización de territorios. Ridículo y peligroso. Entre las imágenes diarias, tal vez nos perdemos en la reflexión profunda y concreta de la violencia en esta latitud. A veces se lo dejamos al entretenimiento.
Estamos acostumbrados a ver películas violentas, de todo tipo. Pero tenía mucho tiempo de no ver una con una propuesta ideológica tan clara. “The Purge” o “La noche de expiación”, de James DeMonaco, presenta a unos nuevos Estados Unidos en 2022, donde la violencia es permitida durante 12 horas, una vez al año. Todo asesinato es legal, toda violación, toda tortura es posible. Una nueva generación de jóvenes estadounidenses se vuelcan a la calle a matar a aquellos que existen y se les permite vivir todo un año –como cerdos de crianza- para ser aniquilados esa noche. ¿Quién no se puede proteger? Los pobres, los sin hogar, los mendigos.
La propuesta gira en nuevos valores. La violencia se administra por el Estado, pero un día al año, deja de monopolizarla, y se individualiza, aduciendo la necesidad humana de descargar la rabia y el odio en aquellos que son inferiores, en los parias. Las empresas y las ventas de sistemas de seguridad, alimentan la liberalización de la violencia, y es el motor de un nuevo mercado que gira alrededor de alimentar el consumo de la violencia. La pugna entre clases, constante y permanente, se visibiliza y se lleva al punto inimaginable de justificar la muerte de unos para la satisfacción violenta de otros. Unos son ricos, blancos, rubios, que entienden el porqué de una noche como ésa, y el perseguido un hombre negro.
El desarrollo técnico de la violencia ha dejado de ser puramente tecnológico, para convertirse también en ideológico. Si bien Hannah Arendt decía que la discusión de la violencia siempre estaba entre la complejidad de entender hasta dónde es medio y hasta dónde fin; creo que estamos alejándonos de entenderla como medio y concibiéndola ya como fin. Pareciera que esa esa fórmula de Carl von Clausewitz –“La guerra es la continuación de la política por otros medios” y a la que un francés genial le da la vuelta, debería ser repensada. Tal vez la continuación de la política no es la guerra, es la violencia comprendida en un sentido tan amplio como complejo, y de relaciones sociales, como hacia dentro de cada persona.
Días después me mandaron los comentarios de esa película. Eran jóvenes guatemaltecos diciendo que algo así debía de existir en Guatemala, para matar uno que otro caco. Inevitable. También pensé en las palabras de las memorias de Margarita Carrera, aquellas que me gustaron tanto, de las películas que ella –fuera de un juicio político− miraba poco antes del 20 de octubre de 1944: “Los filmes contagiaban la pasión por la justicia e incitaban a luchar en contra de los tiranos que sumen a los pueblos en la ignominia”. Qué lejos estamos de esos tiempos.
¿De dónde sacamos los ánimos?
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