Como punto de partida, fue ineludible hacer un rápido análisis crítico de la forma como la hegemonía la ha conceptualizado recientemente (me refiero a la segunda mitad del siglo XX, especialmente con el desarrollo de disciplinas liberales como la sociología, la ciencia política y el periodismo). Mostré, en términos generales, la dificultad de hacer una distinción moral de la violencia al basarse únicamente en las nociones de legitimidad o ilegitimidad, especialmente si eso nos conduce a considerar como buena a la primera y mala a la segunda.
En tal sentido, el argumento central consistió en revelar el implícito “deshistorizador” que conlleva dicha distinción, especialmente si se está hablando de las violencias de Estado. Es decir, si se considera que el Estado es aquel que se reserva el monopolio al uso de la violencia legítima, nos preguntamos entonces, ¿cuáles son las determinantes subyacentes a la noción de legitimidad de dicha violencia?
Por ejemplo, en el siglo XVI, con la empresa colonizadora aún por delante, los españoles trataban de encontrar alguna forma no solo moral, sino jurídica, para justificar la terrible violencia que los seglares ejercían contra los indios.
Uno de los más grandes ideólogos de la conquista, Francisco de Vitoria (a quien se le atribuye la creación de nociones como la guerra justa), para legitimar la violencia mediante la cual se lograría el sometimiento de los indios proponía que: “…en las cosas que miran a la salvación hay obligación de creer a los que la iglesia ha puesto para enseñar; y en caso de duda, su parecer es ley, porque así como en el fuero de la conciencia hay obligación de juzgar no según el propio parecer, sino de acuerdo con motivos de probabilidad o la autoridad de los entendidos; de lo contrario, su juicio es temerario y se expone al peligro de equivocarse y por eso mismo yerra… Así, digo, en las cosas dudosas cada cual está obligado a consultar a los que la Iglesia ha constituido para esto, como son los prelados, los predicadores, los confesores, los expertos en la ley divina y humana”.
Una de las preguntas primeras del proyecto colonizador, entonces, cuestionaba la forma como se podía legitimar un tipo particular de violencia encarnada no solamente en la espada de los conquistadores, sino también en esas primeras formas de explotación del trabajo de los indios en las encomiendas, como paso siguiente a la usurpación de sus tierras, declaradas como terra nullius por el derecho de descubrimiento (¿acumulación originaria?).
Se buscaba justificar con ello, la destrucción de un mundo que no les pertenecía y que no les interesaba conocer más que para saciar el fin del enriquecimiento y el lucro a costa de la vida de otros, la expansión territorial, el incremento del dominio del rey y los alcances del poder medieval del Vaticano. Como si fuera poco, mediante el uso de esa violencia legítima, que conllevaba el asesinato, la violación, el hurto de vidas y tierras, se encontraba el camino a la salvación. Con ello no se resolvía únicamente el problema de la legitimidad de la violencia y la mala conciencia, sino que la diagramática vitoriana promovía y premiaba su uso (más adelante discutiremos el papel de Las Casas y Sepúlveda en ese momento de la historia de la violencia).
Para Vitoria, el problema moral (de legitimidad) en torno al uso de la violencia es resuelto desde el momento en que el rey y sus súbditos se subordinan a la ortodoxia de la filosofía política y moral aristotélica que reforzó al catolicismo tradicional en la justificación del primer imperialismo, siguiendo la idea de que “algunos son siervos por naturaleza, para quienes es mejor servir que mandar”.
¿Es acaso la secularización de esa “máxima” aristotélica un elemento prístino que nos acompaña aún hoy en día al momento de pensar cuál es esa violencia legítima que es necesario que el Estado monopolice?
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