El día anterior había salido impactada del Tribunal luego de escuchar los alegatos finales de las partes. El 10 de mayo, junto a Ángeles, madrugamos para poder ingresar a la sala de vista de la Corte Suprema de Justicia y mientras estábamos en la larga cola recordé el país en el que nací, para entonces ya había iniciado el conflicto armado y en esa guerra crecí.
Recordé mi ingresó a la Escuela de Ciencias de la Comunicación de la USAC, mis recorridos entre Quetzaltenango y la capital eran de 200 kilómetros, durante los cuales pasaba varios retenes militares: Salcajá, Cuatro Caminos, Los Encuentros, Chupol, Tecpán, Chimaltenango, algunas veces más otras menos, algunos eran retenes permanentes, otros eran temporales, en ese trayecto fui testiga de cómo miembros del ejército bajaban o dejaban detenidos a hombres y mujeres que no hablaban bien el castellano, que eran “sospechosos”, y a mujeres indígenas, casi todas vestidas con sus trajes regionales. Ante esos actos, solo el silencio nos salvaba.
Recordé mi casa a la par de la Guardia de Hacienda en Quetzaltenango cuando todos, sin excepción, debíamos ingresar a las 6 de la tarde y en la época más álgida del conflicto armado dejaron de permitir el paso de vehículos. Con mi familia fuimos testigos durante años de cómo los pick ups de esa institución llegan a la sede, casi diariamente llena de hombres y mujeres indígenas, algunas veces con niños de pecho, detenidos en diferentes lugares, algunos iban con pertenencias que se las confiscaban, otros sin nada. Recuerdo que eran exclusivamente indígenas rurales. Allí dentro eran golpeados, amarrados, privados de su libertad y trasladados a otros lugares, nunca supimos a dónde. La mayoría no hablaba castellano, muchas veces mi madre salió a darles té o café cuando eran mantenidos en la calle, especialmente durante la época de frío, ella hablaba con ellos y ellas en k´iche´, así nos enterábamos que los “agarraban” en los caminos, carreteras, mercados, plazas, etc.
Mientras nos movíamos lentamente, me pareció volver a escuchar sobre la represión en contra de estudiantes universitarios, más tarde aprendí que fue una política de Estado que también golpeó a estudiantes en mi ciudad. Siendo niña y adolescente acompañé a mi familia a varios entierros de estudiantes o a visitar a familias que tenían hijos desaparecidos. Por todo esto, mis padres no querían que estudiara.
Recordé mi dolorosa lucha interna por volver a retomar mi traje k´iche´ y salir públicamente en una sociedad cruel y racista que me obligó a doblar mis güipiles y a enrollar mis cortes. Viví, me eduque y trabajé siendo lo que yo no era, ni sentía. Esto solo lo pude hacer, irónicamente después de regresar de Estados Unidos como candidata doctoral en antropología social y trayendo en mi morral una serie de herramientas teóricas, históricas, raciales, de género y otras que me permitieron empoderarme, demandar mi herencia para sentirme plena y tomar mi camino ¡qué triste país que nos aplasta emocionalmente y nos lleva a despreciar o avergonzarnos de nuestra identidad, a olvidar nuestro idioma, nuestra herencia familiar!
Vi en mi memoria a mis catedráticos que nunca aparecieron, a los que se exiliaron y a los que se fueron en el río de la represión. Recordé a compañeros que se enrolaron en la guerrilla y que luego visité en México, algunos con la firma de la paz retornaron y se han mantenido luchando, a otros los he visto al servicio del opresor. La necesidad parece ser más grande que los principios.
Recordé a “Gabriel” y su compromiso con otro país y como jamás pudimos volver a encontrarnos, ni en su exhumación ni en su entierro pude estar, para agradecerle y decirle adiós. El ejemplo de dar su vida por otro país y su renuncia total a las comodidades que facilita ser miembro de una ambigua y muchas veces hipócrita y arribista clase media indígena, nos acompañaran siempre.
Recordé a las mujeres mayas sobrevivientes del conflicto armado, que enfrentaron esclavitud sexual y servidumbre por años, con quienes he estado trabajado tratando de apoyar su larga lucha por justicia. Recordé a los sobrevivientes de tantas masacres de Rabinal, del área ixil, de otros municipios del Quiché, Huehuetenango, Chimaltenango y de otros lugares, con quienes estos años de trabajo, la vida me ha dado el privilegio de conocer.
Esa cola se movía lentamente por los extremos controles de seguridad para evitar el ingreso de cualquier instrumento que pudiera convertirse en arma, así que hubo tiempo para que el mundo que mi cabeza ha podido ir archivando se viniera, ese día, por completo sobre mí.
Al final, logramos entrar y sentarnos en esa misma sala en donde escuché lo que ya he leído, lo que tantas veces hemos analizado colectivamente, solo que ahora en voz de los sobrevivientes, esos relatos se hicieron más crueles y más intensos porque rompían el esquema de los documentos académicos o históricos. Allí se iban narrando los hechos con palabras sencillas, uno tras otro, sin tregua: corazones sacados y tirados por un lado, cabezas descuartizadas por el otro, cuerpos salpicados de lo que quedó de las vísceras, brazos desperdigados, espaldas macheteadas, vientres arrancados, cráneos perforados, fetos aplastados, ancianos destrozados, mujeres y niñas violadas por más de 20 soldados, cuerpos decapitados en un puente para no gastar balas, cabezas que rodaban al fondo de los ríos o los barrancos, niños arrojados a los ríos, pedazos de perrajes entre huesos, cortes quemados, güipiles despedazados, animales heridos, mazorcas regadas, en fin, un holocausto en boca de más de 100 testigos, que al salir de las audiencias que asistí me daban ganas de todo, menos de seguir viviendo, muchas veces salía y quería gritar, para desenrollar ese nudo que se me hacía en la garganta.
Pero en esa misma sala también valoré el trabajo académico y su importancia cuando se pone al servicio de la transformación de la humanidad, el ejemplo de Héctor Rosada Granados a pesar de las presiones nacionales y de sectores allegados a él para que no declarara como perito; la contundencia y la asertividad de Marta Elena Casáus, Fredy Peccerelli, Mario García Arreaga y el de todos los otros peritajes de profesionales guatemaltecos me hicieron sentirme orgullosa y valorar los años de universidad. Pero también el trabajo de profesionales extranjeros como el que elaboró Liz Oglesby, Paloma Soria, Patrick Ball, Pamela Yates, Beatriz Manz, que decir del aporte de Kate Doyle sobre el Plan Sofía, el cual fue un documento clave en el juicio, quizás uno de los más importantes. En fin, valientes testigos, académicos, profesionales y expertos nacionales e internacionales quienes desde su propia experticia fueron tejiendo el expediente del Ministerio Público, para mostrar que lo que los ixiles sobrevivientes narraron no eran falsedades o invenciones como la prensa nacional, la élite y los sectores conservadores han sugerido y sostenido.
Además, el trabajo de abogados, organizaciones nacionales e internacionales de derechos humanos, organizaciones indígenas, de mujeres, jóvenes, religiosas, académicas, de tantos presentes y ausentes fue clave para acompañar por más de una década la construcción de este proceso y concretamente durante el juicio la organización tuvo un papel importante para el traslado, apoyo, alimentación de las mujeres y hombres ixiles que asistieron todos los días al tribunal, también para apoyar a los sobrevivientes de otras masacres que llegaron a respaldar. Nunca estuvieron solas ni solos los ixiles, es más, los que pedían justicia por el genocidio crecían día a día, mientras los acusados iban quedándose más solos, incluyendo el día de la sentencia, cuando llegaron con ellos muy pocos.
Llegado el momento de escuchar la sentencia, fue la última vez que vi a Ríos Montt y a Mauricio Rodríguez, siempre vestidos impecablemente, a partir de allí una avalancha de periodistas impidió observar sus rostros mientras la jueza Yassmin Barrios, presidenta del tribunal, con un ritmo seguro y coordinado leyó la sentencia basada en los hechos y respaldados por los peritajes, reconoció las inhumanas atrocidades cometidas en niños, mujeres embarazadas, ancianos y adultos del pueblo ixil. Explicó que Ríos Montt pudo detener el genocidio pero no lo hizo, por el contrario lo permitió y lo cubrió. Al escuchar la condena hacia Ríos Montt por genocidio y deberes en contra de la humanidad me parecía que no era yo, que no era real lo que estaba viviendo, que era una escena surrealista sacada de una película japonesa pero no de la justicia de Guatemala que ha fomentado la impunidad. Escuchar que por fin se acepta que en Guatemala el racismo fue clave para que el ejército persiguiera a través de las montañas, cerros, ríos y bosques a los sobrevivientes de las masacres que huían, para acabarlos uno a uno o dejarlos morir de hambre, sed, desnudos, enfermos y sin amparo; me parecía inverosímil y luego escuchar que iba rumbo a la prisión era algo que no esperábamos. Una decisión valiente e histórica del tribunal que jamás olvidaré, un momento único, valioso, que ira conmigo, como uno de los momentos más importantes de mi vida como k´iche´, como mujer, madre y profesional. Nos abrazamos con Ángeles y lloramos como una forma de desahogarnos, estábamos vivas, sí vivas en un país que nos desprecia, cuya historia nos avergüenza y nos ha marcado.
Cuando la orden del traslado se había consumado, empezamos a abrazarnos con las hermanas ixiles, con Rigoberta Menchú, Iduvina Hérnandez, Julio Solorzano Foppa, Raúl Figueroa Sarti y tantos otros, no de alegría, ni por venganza sino porque pensábamos que nos moriríamos sin ver este día, aquí en donde nunca ha habido justicia para los indígenas, sólo insultos y opresión.
Salimos de la Corte Suprema bañadas en lágrimas, afuera nos esperaba una fresca lluvia, allí nos abrazamos y lloramos con Daniel Pascual, Amilcar Pop, Kate Doyle, Mario Molina, con tantos y tantas porque no creíamos los que estábamos viviendo. Luego mi sobrino Cristian me tomó del brazo y empezamos a alejarnos, por primera vez no sentí temor de caminar en las calles, solo agradecí la fresca brisa que se estrellaba en mi rostro y me hacía recordar que no era un sueño sino una inesperada realidad.
Tienen que saber que durante todo el juicio hubo orejas, esos y esas que registran y mencionan los archivos de la Policía Nacional, disfrazados de periodistas, fotógrafos, camarógrafos y hasta infiltrados en las filas de las organizaciones y con activistas. Grabaron todos los días, de forma directa e indirecta, fotografiaron a todos y todas, por eso, Ricardo Méndez Ruiz, los abogados de Ríos Montt y los grupos que les apoyan han amenazado diciendo que ya saben quiénes son los que están en contra del General.
Pero también deben saber que mujeres como María Elena Bustamante, cuyo hermano Emil, fue secuestrado por el régimen de Ríos Montt no faltó ni un solo día del juicio. Dejó su país, su familia, dejó todo y se vino para apoyar al pueblo ixil porque su hermano no tendrá justicia y para ella este juicio era una forma de sentir que por fin le llegaba algo de esa justicia que ha demando durante años pero que no verá. Fue valiente durante el proceso, se enfrentó, lanzándoles flores rojas, a los abogados de la defensa cuando se marcharon dejando a los dos acusados sin respaldo, se le paró a la jueza Carol Patricia Flores Polanco cuando trató de retroceder el proceso y casi fue detenida, pero nunca dejó de acompañar marchas o plantones, se marchó el domingo 12 y aunque no volvamos a vernos, su compromiso y su conciencia nos inspiró.
De no retrasarse el fallo, hoy es un día decisivo, igual que lo fue el 10 de mayo. En manos de la Corte de Constitucionalidad esta lo caminado hasta hoy. Pero esta es una corte colocada por los sectores conservadores, al servicio del CACIF y del status quo. Si confirmaran la condena en contra de Ríos Montt, es seguro que las fieras responderán y materializaran sus amenazas porque es lo único que demostraron durante el juicio: argucias y maniobras sucias, asquerosas y antiéticas, una permanente falta de capacidad de defensa y un uso del terror, amenazas, burlas, gritos e insultos. Chorreaban racismo, machismo y clasismo cada vez que abrían la boca.
Pero además, muchos que aún no se han desnudado lo harán tal y como ya lo hicieron varios de sus intelectuales orgánicos a través de campos pagados y columnas de opinión otros, incluyendo a miembros de la clase media indígena de Quetzaltenango y un grupo de ixiles dirigidos por Francisco Raymundo Hernández, ex miembro de la Defensoría Indígena –el ixil que acarrea a sus hermanos por fertilizantes o por cualquier migaja– que ahora se identifica como empresario agremiado maya, entre otros, no han vacilado en ponerse de alfombra de la élite nacional y salir públicamente, por diferentes medios, incluyendo la redes sociales, diciendo que aquí no hubo genocidio.
El país está atravesando por un doloroso parto y el mañana está en manos de la Corte de Constitucionalidad, de su fallo depende que permita el nacimiento de un nuevo país o la continuidad de la permanente tragedia.
* Irma Alicia Velásquez es maya k'iché, doctora en Antropología Social y directora Ejecutiva del Mecanismo de Apoyo a los Pueblos Indígenas. Recientemente participó de este debate sobre la responsabilidad estadounidense en el genocidio guatemalteco, publicado en el New York Times.
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