Originalmente, el momento es el festejo del nacimiento de aquel que para la tradición cristiana llegó al mundo como enviado de su padre, Jehová (Dios para la cosmovisión occidental), a cumplir con la tarea de redimir a la humanidad de sus pecados. Por diversas razones quedó establecido que el 24 de diciembre es la fecha de ese alumbramiento: nacimiento que tuvo lugar en la población de Nazaret, Galilea. Pero esa celebración de raigambre religiosa quedó absolutamente subsumida por un espíritu comercial. Todo lo que tiene que ver con esos orígenes hoy pasó a ser un gran negocio.
Incluso el mismo cumpleañero de la ocasión, el Mesías, queda opacado por una figura que en estas últimas décadas le fue quitando protagonismo: Santa Claus. A tal punto se comercializó todo que el color original de este santo de la esperanza, san Nicolás (actual patrono de Rusia, Grecia y Turquía), el verde, se trocó en el rojo y blanco que la Coca-Cola Company impuso en 1931. Según la tradición, es este personaje, Santa Claus (y no Jesús), quien trae regalos a los niños la noche del 24 de diciembre, día en que se evoca la llegada de ese famoso predicador judío que tres siglos después de su muerte fue ascendido a la categoría divina en un importante acuerdo político alcanzado en el Imperio romano durante el Concilio de Nicea, en el año 325.
¿Por qué hay que consumir hasta el hartazgo en esta época? Porque el mercado lo impone. Y quien maneja al mundo, más que algún dios (bueno, hay muchos dioses: entre tres y cuatro mil aparecen censados hoy por la historia de las religiones), es esa mercadería universal que se llama dinero (¿el nuevo y más poderoso dios?).
El dios dinero, el dios mercado, manda, dicta, impone tiránicamente el consumo. Consumir, consumir, hiperconsumir. Consumir aunque no sea necesario. Gastar dinero, hacer shopping: todo esto ha pasado a ser la consigna del mundo moderno. Algunos —los habitantes de los países ricos del Norte y las capas acomodadas de los del Sur— lo logran sin problemas. Otros, los menos afortunados —la gran mayoría planetaria—, no. Pero igualmente están compelidos a seguir los pasos que dicta la tendencia dominante: quien no consume está out, es un imbécil, sobra, no es viable. Aunque sea a costa de endeudarse, es imperioso tener que consumir. ¿Cómo osar contradecir las sacrosantas reglas del mercado? Valga mencionar, quizá solo como patético ejemplo, que en nuestros pobres países tercermundistas hay gente que no paga la cuenta de la luz o del agua, ¡pero tiene un celular inteligente de última generación!
Con la Navidad sucede algo así (quizá no muy distinto de lo que sucede con las procesiones de Semana Santa): la moda consumista obliga a seguir la corriente.
¡El mes más lindo del año!, se dice. El amor y la convivencia bañan a la sociedad. Todos nos queremos más para esa época, hacemos intercambio de regalos y, no olvidarlo, consumimos más (entre otras cosas, bebidas espirituosas).
A propósito, la vez pasada, en un convivio navideño en el que todo el mundo se amó mucho, como la época lo exige, y se dio el correspondiente abrazo con intercambio de presentes, un conocido guitarrista de rock (o chef de un restaurante de lujo, no recuerdo —o asesor de un ministro, creo; o patrón de finca; bueno, eso no importa—) cogió su vehículo y, con algunas copas de más encima, a un par de cuadras de donde se había estado celebrando el mes más lindo del año atropelló a un no vidente que atravesaba la calle. No se detuvo, sino que salió huyendo. Y esto lleva a pensar cómo es eso de que nos queremos tanto para esta época. ¿Por eso compramos tanto?
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