En ese ambiente de aromas densos y sintéticos, en el silencio de medio día, se hace más difícil soportar la presencia de los otros en esta lavandería. Apenas se oye en la distancia el rumor de dos o tres secadoras en las que alguien metió alguna prenda con botones de metal o monedas en los bolsillos.
Quizá por eso o quizá porque vernos las caras, a plena luz de día en una lavandería de máquinas de monedas un 25 de diciembre, implicaría admitir que estamos acá. En una lavandería de monedas, haciendo la colada, como si no tuviéramos nada mejor que hacer en una mañana resplandeciente de un 25 de diciembre.
El día de navidad llegó y se fue, como suelen hacer las fechas señaladas, y ahora espero el día de año nuevo en una ciudad que no es la más fea del mundo pero que, me lo han dicho muchas veces, tampoco compite por estar allí con Praga y París.
Hace dos semanas estaba en la ciudad más fea del mundo, al menos según un sitio de internet de esos que publica listas medio ofensivas o medio mamonas para que la gente se enorgullezca o se indigne y hable del tema y publique vínculos a la página de internet del sitio y eso les genere tráfico y los haga famosos.
Y sorbiendo un café con leche, sentado en la mesita de la cocina de mi apartamento, viendo el bosque de la vecindad sumido en la bruma matutina y la banderota del Mariscal Zavala ondeando en el fondo, Ciudad de Guatemala no parece tan fea. Pero luego desvío la vista catorce grados a la izquierda y allí está el campo de fútbol, con la feria que llega todos los años con sus juegos mecánicos destartalados en ese campo de fut donde hace como un lustro acribillaron a un patojo en medio de un partido de futbol.
En ese momento pienso qué diría la familia del muchacho si pudiera ver la escena idílica que se ve desde mi ventana, esa realidad perfecta de bruma, bosque y bandera -ese retazo paradigmático del orgullo chapín-. Quizá estarían de acuerdo en que si uno decide enfocarse en lo bueno, si uno escoge el marco adecuado y recorta todo lo que está alrededor, las cosas en Guate no se ven tan mal, al menos no desde la ventana de mi cocina. O desde la ventana de tu apartamento o desde lo alto de un cerro mientras el exceso de pirotecnia cubre Antigua de luces de colores.
Fue una de las últimas veces que me habría de sentar en esa mesa, en esa cocina. Aunque hace ya tres años que abandoné Guatemala, fue hasta ahora que tuve que deshacerme de mis muebles.
Mi anterior inquilino se fue después de tres años de sobrevivir en el país (me acaba de mandar una foto desde las montañas en Francia y es la primera vez que le he visto sonreír) y mi próximo inquilino ha dicho que no quiere muebles en casa.
Vender mis muebles, más que cualquier otra cosa logró transmitirme esa sensación de finalidad, de cierre de un capítulo. Cuando me fui, dejé a mi inquilino en mi casa, con mis muebles y cuando volví -a pasar unos días antes de las navidades-, allí estaban esperándome mis sartenes y mis ollas. Mis sofás y mis mesas. Estaba mi casa. Y no tardé más de dos o tres días en recuperar posesión física y psicológica de mi casa.
Supongo que por eso fue tan doloroso vender mis cosas. Supongo que lo opuesto también debe de ser cierto, cuando uno estrena una vivienda, unos muebles, una vida, también toma posesión física y psicológica de un lugar y se imbuye en esa sensación de permanencia que acompaña a la propiedad sobre la tierra. Se tiene la sensación de echar raíces.
Me consuela que logré hallarles un hogar a mis cosas. Así, aunque yo ya no tengo casa en Guatemala, en la ciudad más fea del mundo, mis muebles quedaron en manos de gente que me quiere y, dios me oiga, querrá a mis cachivaches.
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