Se podría decir que, sin dudas, el país está más tranquilo que durante los años de la guerra. Pero, analizado en detalle, eso no es así. Es cierto que no hay guerra abierta, que no hay enfrentamiento entre los dos bandos que combatieron (el Ejército y el movimiento revolucionario armado), pero esos enfrentamientos, imprescindible es no olvidarlo, causaron muy pocas bajas. El grueso de las muertes estuvo dado por políticas estatales de tierra arrasada que el Ejército ejecutó con precisión maquinal. La gran mayoría de las víctimas de esta monstruosa guerra interna fueron civiles no combatientes, población maya en su gran mayoría. En otros términos, aquella población que constituía la base social de la guerrilla. «Quitarle el agua al pez», fue la consigna del Ejército. Es decir, impedir a toda costa que la idea de transformación social que impulsaban las fuerzas insurgentes pudiera prender en la población más excluida, los indígenas del altiplano. Las más de 650 masacres las sufrieron campesinos desarmados, pobres, eternamente excluidos.
Es cierto que desde la firma de la paz el 29 de diciembre de 1996 no ha vuelto a haber combates entre las dos fuerzas enfrentadas anteriormente. Una de ellas, la URNG, se desarmó completamente y se reinsertó en la vida civil, en tanto la institución castrense sufrió grandes recortes. De hecho, el Ejército ha dejado de tener participación política en la vida nacional y está sujeto enteramente al poder civil. Al menos oficialmente, en tanto parte de la institucionalidad democrática.
Los acuerdos que atañen al reciclado castrense de ambas partes enfrentadas se han cumplido a cabalidad. Pero solo esos. Todos los demás siguen engavetados. Y con cada administración que pasa, más engavetados aún. Lo que se pretendía (ilusamente quizá) que podía ser una plataforma para un nuevo país no pasó nunca de buenas intenciones en un papel.
¿Por qué se firmó la paz en realidad? Militarmente, ninguna de las dos fuerzas (Ejército y guerrilla) podía terminar de colapsar a la otra. Se estaba ante un virtual empate técnico. Fue el contexto político el que forzó la firma. El campo socialista europeo, liderado por la Unión Soviética, había caído. Cuba pasaba por el peor momento de su período especial, y las políticas neoliberales se venían imponiendo con fuerza demoledora por doquier. Para la izquierda ya no había mayor espacio para seguir manteniendo políticamente una guerra que no se veía con un final cercano. Por otro lado, todo el contexto centroamericano ya había salido de las guerras internas: Nicaragua en 1990, con el triunfo de Violeta Barrios (y los Contras), y El Salvador en 1992. Todas las condiciones generales prácticamente obligaban a terminar la guerra en Guatemala.
Pero las causas que motivaron el inicio de los alzamientos en la sierra de las Minas en los años 1960 se seguían manteniendo al momento de firmar la paz. Y hoy, 20 años después, las cosas siguen igual. O incluso peor.
En todo caso, podría decirse que los pueblos originarios han tenido alguna muy relativa mejora a partir del final de la guerra. Pero, aclárese inmediatamente, ¡muy relativa! Si bien hoy en día hay instalada una corrección política que impide ser abiertamente racista contra ellos, el racismo no ha desaparecido. Y la condición de explotación económica que padecen no se ha modificado en nada.
¿Por qué la derecha del país (empresariado y clase política más Ejército), con la venia de Estados Unidos, firmó esos acuerdos que en los papeles abren la posibilidad de un país más democrático e inclusivo? Seguramente porque sabían desde el inicio que eso jamás se cumpliría. Si no se pudo lograr el cambio con 36 años de guerra, mucho menos se podría obtener con una negociación política en condiciones desventajosas para el movimiento revolucionario. La orden de Washington era pacificar la región.
Hoy, 20 años después de esa firma, el país sigue con pobreza, exclusión social, desnutrición, analfabetismo, explotación laboral y una cultura de violencia heredada de los años de enfrentamiento que torna la vida cotidiana sumamente difícil.
En síntesis, ¡nada de paz ni nada que celebrar!
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