Ese capitalismo de origen europeo que globalizó el mundo saqueando África y América –esclavizando pueblos enteros en nombre de una arrogante “superioridad racial”, de una supuesta «cultura superior», elaborando productos industriales que comercializaba por el resto del planeta, estableciendo colonias por doquier– desde hace varios siglos se impuso en todos los rincones sentando las bases de la aldea global interconectada que somos en la actualidad, con el agregado de una ideología supremacista (blanca), representada cabalmente en la frase que pudo pronunciar Jules Ferry (ministro francés del siglo XIX): «Las razas superiores tienen el derecho porque también tienen un deber: el de civilizar a las razas inferiores».
Pero las cosas ahora están cambiando. Sin un planteo claramente post-capitalista, han aparecido nuevos poderes mundiales que le disputan la supremacía a Occidente. Ahí está la renacida Rusia, heredera de la desaparecida Unión Soviética, y la República Popular China, con su particular «socialismo de mercado», intentando generar un área independiente de los capitales occidentales y del dólar. La actual guerra de Ucrania significa un parteaguas, pues Estados Unidos (y sus súbditos de la OTAN) intentan derrotar al proyecto de Moscú y Pekín de alzarse como nuevo centro de poder. ¿Hacia la multipolaridad?
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No es el objetivo de este breve texto establecer con precisión los posibles escenarios que sobrevendrán en el mediano y largo plazo a nivel de las relaciones internacionales. Lo que sí es evidente es que la lucha de clases –propietarios de los medios de producción en cualquiera de sus formas versus masa trabajadora–, si bien no ha desaparecido, no explica totalmente la dinámica actual. Hoy, siempre en el marco de planteos capitalistas (a no ser que se pueda esperar de China una profundización de su proyecto socialista), la lógica que rige el mundo es la búsqueda de supremacía global por parte de alguna de las potencias. En otros términos: una verdadera gigantomaquia.
La idea de una transformación revolucionaria de la sociedad –país por país, o mundial– para la edificación de un planeta socialista con una clase trabajadora (proletariado industrial urbano, campesinado, asalariados y sub-asalariados varios) consciente de su papel histórico, no se la ve cercana. Eso no significa que el socialismo como búsqueda de mayores cuotas de justicia haya salido de la agenda. Tal como dijera Frei Betto: «El escándalo de la Inquisición no hizo que los cristianos abandonaran los valores y las propuestas del Evangelio. Del mismo modo, el fracaso del socialismo en el este europeo no debe inducir a descartar el socialismo del horizonte de la historia humana». Lo que sí es evidente es que hoy, merced a la descomunal prédica anticomunista de décadas, más todas las armas de que dispone el sistema capitalista a nivel global (las de fuego y las ideológicas), la idea de revolución socialista está algo quebrada.
Si vamos hacia un mundo multipolar con grandes poderes que se mantienen en determinadas zonas de influencia desapareciendo la absoluta hegemonía unipolar de Occidente, eso no necesariamente trae un inmediato mejoramiento en las condiciones de vida de las enormes mayorías populares, que continúan con los ancestrales problemas de hambre, ignorancia, exclusión social. No hay que olvidar nunca que para que un 15 % de la población planetaria (el norte y algunas islas del sur, entre las que está quien está leyendo este opúsculo) puedan vivir con cierta comodidad, el 85 % restante de la humanidad pasa indecibles penurias.
Nada hace pensar que el cambio en la composición de poderes mundiales pueda llegar a permitir el uso de armas nucleares por esas potencias, lo cual significaría la extinción de la especie humana. Aunque la historia puede deparar sorpresas.
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