El poder nuclear que se desarrolló durante la segunda mitad del siglo XX y lo que va del actual es impresionante. De liberarse toda esa energía, se produciría una explosión con una onda expansiva que llegaría hasta Plutón. Proeza técnica, pero que no resuelve los principales problemas del mundo. Se puede destruir todo un planeta, pero continuamos con niños en la calle. ¿Es eso progreso?
El sistema económico-político actual —basado exclusivamente en el lucro empresarial individual— no ofrece ninguna posibilidad real de arreglar la situación porque en su esencia no existe la preocupación por lo humano, la solidaridad, la empatía. Lo único que lo mueve es la sed de ganancia, el espíritu comercial, el negocio.
¡Y la guerra también es negocio! Da ganancias. Aunque solo a algunos, por supuesto.
Ese es el grado de insensibilidad al que llega el sistema vigente: matar gente, destruir la obra de la civilización, producir hechos criminales… ¡Es negocio! ¡Ese es el espíritu que lo alienta! Todo es mercancía, absolutamente todo: la muerte, el sexo, el amor, la comida, el saber, el entretenimiento, etc. ¡Eso es el sistema dominante!
Por eso, hoy en día, la posibilidad de una nueva guerra mundial está abierta. Es decir, el capitalismo, en tanto sistema planetario, desde el año 2008 cursa una profunda crisis de la que no se termina de recuperar. Ante ello, la posibilidad de una guerra le funciona como válvula de escape, como salida de emergencia. Aunque, por supuesto, la guerra no es ninguna salida.
Hoy por hoy, el sistema capitalista mundial, liderado por Estados Unidos, cada vez más está manejado por inconmensurables capitales de proyección global, por megaempresas que detentan más poder que muchísimos gobiernos de países pobres. Las decisiones de esas corporaciones globales tienen consecuencias también globales. De todos modos, la crisis las golpea. Ello es así porque el sistema económico basado en la ganancia no ofrece salidas reales a los problemas. Si lo que cuenta es seguir ganando dinero a cualquier costo, eso choca con la realidad humana concreta: vale más la propiedad privada que la vida humana. ¿Vamos inexorablemente hacia una nueva guerra mundial entonces?
Al panorama anterior debe agregarse, como un dato no menos importante, que Estados Unidos, en tanto cabeza del sistema mundial, se enfrenta cada vez más a potencias que le hacen sombra: la República Popular China y la Federación Rusa (heredera de la extinta Unión Soviética). En esa lucha, la geoestrategia de Washington apunta a asfixiar por todos los medios a sus rivales. La guerra, lamentablemente, es una de las opciones.
De darse un enfrentamiento entre los gigantes, definitivamente se usaría material nuclear. Los países que detentan armas atómicas son muy pocos: Gran Bretaña, Francia, India, Pakistán, Israel (aunque oficialmente declara no tenerlas) y Corea del Norte, todos ellos en una escala moderada. Y en mayor medida, con infinitamente mayor capacidad destructiva, China, Rusia y Estados Unidos. A la Unión Soviética la terminó asfixiando la carrera armamentista. A Estados Unidos, el negocio de las armas le provee una cuarta parte de su economía. Pero sucede que jugar con energía nuclear es invocar a los peores demonios.
No hay dudas de que para esas megaempresas ligadas a la industria militar (Lockheed Martin, Boeing, Northrop Grumman, Raytheon, General Dynamics, Honeywell, Halliburton, BAE System, General Motors, IBM…), la mayoría estadounidenses, la guerra les da vida (¡y dinero!). El problema trágico es que hoy, pese a las locas hipótesis de guerras nucleares limitadas que existen en el Pentágono, si se desata un conflicto, nadie sabe cómo terminará. Y la citada expresión de Einstein puede ser exacta.
Por eso es que, en defensa de la toda la humanidad y de nuestro planeta, debemos luchar denodadamente contra esa enfermiza, perturbadora posibilidad.
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