Conocer algo sobre la violencia homicida en Guatemala no implica comprender las intrincadas relaciones entre la producción, el tráfico y el consumo de drogas, ni mucho menos visualizar las complejas dinámicas socioeconómicas y geopolíticas de una economía clandestina que embarra de porquería a políticos y empresarios de todos los países involucrados, ya sea como oportunistas productores, desafortunados territorios de tránsito, o como voraces consumidores.
La primera sorpresa en este proceso de aprendizaje ha sido la escasa e imprecisa data sobre el problema de las drogas en Guatemala. La justificación misma de la Comisión Nacional podría basarse en supuestos no del todo sustentados con evidencia empírica, al menos no para este país.
Por ejemplo, desde un inicio se dijo que la política prevaleciente debe revisarse a la luz de la violencia que genera el modelo prohibicionista, pero no hay datos que respalden ese supuesto de la narcoactividad como principal causa de violencia homicida.
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Durante la Administración del presidente Álvaro Colom se decía que un 60% de la violencia era generada por el narcotráfico. Ahora él mismo reconoce en foros donde se discute el más reciente informe regional de PNUD que dicho porcentaje es exagerado, y se alinea más con la cifra que maneja el actual presidente Otto Pérez Molina de un 40%. Sin embargo, cuando se presiona un poco a funcionarios y exfuncionarios para conocer la metodología empleada en dicha estimación, no se encuentran respuestas claras que permitan replicar el análisis. La Unidad de Análisis e Investigación Estratégica del MINGOB ha generado una estimación del 45%, pero en la metodología hay claras deficiencias, como el asumir que cualquier homicidio que ocurre en un municipio donde se sabe que hay narcoactividad se debe a ella.
Sobre la producción de drogas en el territorio nacional, el desconcierto es mayúsculo.
Las autoridades encargadas de combatir el narcotráfico y los cultivos ilícitos dan cuenta de miles de hectáreas de amapola en el departamento de San Marcos, pero los estudios técnicamente más sofisticados de las agencias especializadas del gobierno de los Estados Unidos de América dan cuenta de cientos de hectáreas, únicamente, por lo que no entraríamos en la lista negra de países productores. Sobre la marihuana se habla de grandes extensiones de cultivos en Petén, pero nadie del Estado se ha animado a dar una cifra del área efectivamente cultivada. Respecto a los laboratorios para elaborar drogas sintéticas, también abundan reportes de incautaciones y desmantelamientos, pero sin la capacidad de decir qué porcentaje de la industria clandestina se está afectando de esa manera. Nuevamente, los agentes antinarcóticos de los EE.UU. le restan importancia al fenómeno de las metanfetaminas y dicen que Guatemala es sólo un lugar de paso de los precursores químicos cuyo destino final es México.
Pareciera, entonces, que las autoridades especializadas tienen el incentivo de agrandar el problema para recibir la ayuda que EE.UU. provee al país en dicho renglón. Para ellos, Guatemala sigue siendo un problema pero por el tránsito de cocaína, nada más.
Ese tránsito desde el Sur hacia el Norte del continente se ha intentado frenar con tecnología militar y naves aéreas norteamericanas que permiten identificar y monitorear los vuelos que generalmente salían de Venezuela. De igual forma se han perseguido las incursiones marítimas de lanchas rápidas que proceden de naves nodrizas que contienen la cocaína procesada desde Sudamérica. De hecho el bloqueo aéreo dio paso a la intensificación del trasiego por mar y sobre todo por tierra. Este último se hace con pequeñas cantidades de droga difícilmente detectables por las autoridades del Istmo centroamericano. Pero todo esto lo sabemos por la activa presencia del Comando Sur de los EE.UU. quien coordina y apoya los esfuerzos de la región según su particular visión del problema. En este sentido, la política del Estado guatemalteco es por default la del gobierno norteamericano. Por lo demás, estamos ciegos respecto a las cantidades de cocaína que realmente llegan y se almacenan en el país. El INACIF posee importantes datos sobre el nivel de pureza de la droga, pero no los almacenan de forma sistematizada para poderlos analizar. Tampoco dan seguimiento a los sellos de marca que utilizan los distintos carteles productores. Mucho menos cuenta el INACIF con exámenes toxicológicos de oficio para saber en cuántas de las necropsias donde hay sospecha de crimen puede haber droga de por medio, ya sea como productor o transportista, o como consumidor. No sabemos cuánta cocaína se queda en el país para su consumo y cómo fluctúa su precio minorista en los centros urbanos.
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Se dice que el paradigma ya ha cambiado para entender el problema del consumo como uno de adicción, es decir, como uno desafío de salud pública y no como un crimen a ser castigado con cárcel. Sin embargo, sabemos aún menos sobre la prevalencia del consumo entre la juventud guatemalteca. Las encuestas más recientes son totalmente obsoletas y no sabemos si estamos peor, igual o mejor. El Estado apenas tiene un centro ambulatorio de atención para los adictos, mientras que pululan centros privados sin las mínimas características necesarias para una atención digna y efectiva. En algunos de estos centros se violan derechos fundamentales y se cree que con la Biblia y oraciones basta para sanar a los pacientes, que más bien se conciben como poseídos por algún demonio a ser exorcizado.
Aunque miles de personas son detenidas anualmente por tenencia para consumir o tráfico de drogas, éstas sólo representan un 3% de los detenidos. Pocos son acusados formalmente, unas 350 persona por año (2009-13), según Fiscalía especializada en delitos por narcoactividad. Finalmente, un 4% de las personas privadas de libertad están en prisión preventiva o cumpliendo condena en el Sistema Penitenciario por delitos de narcoactividad. Esto podría indicar que hay cierta tolerancia por parte del Estado hacia este tipo de delitos y porque no estamos en la situación de otros países.[1]
Finalmente, hay funcionarios que se niegan a reconocer que navegan por aguas profundas sin brújula ni mapa. De tal manera que las autoridades toman decisiones a ciegas, sin saber realmente lo que está sucediendo. Prevalece la inercia del enfoque represivo porque es lo que han aprendido de los EE.UU., es lo que recibe el apoyo financiero más importante de dicho gobierno, y es como ellos miden el nivel de compromiso de los otros países (incautaciones, detenidos, extraditados, etc.).
Y nada de eso cambiará en la medida en que sigan existiendo importantes vacíos de información y la ausencia de una política propia sea la norma.
[1] La excepción fue 2008, cuando el 32% de las mujeres privadas de libertad estaban en prisión por delitos de narcoactividad. El porcentaje bajó a 8% en 2013 según datos del Sistema Penitenciario. Según publicación de LSE (2014): “Se estima que los delitos relacionados a drogas se calculan en aproximadamente un 40 por ciento de los 9 millones de personas encarceladas a nivel global.” (E. Drucker, p. 67).
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