El gobierno de Otto Pérez Molina decidió cancelar garantías y libertades, enviar al Ejército y ocupar un territorio, a fin de tomar control de la situación.
Pero, ¿cuál situación? La situación de descontento que derivó en ingobernabilidad ante el asesinato de un miembro de la comunidad que se negaba a vender su tierra a la empresa Hidroeléctrica Santa Cruz. Ingobernabilidad que resultó del permanente estado de agresión al que la seguridad privada de dicha compañía somete a quienes objetan su presencia en la zona.
El caso de Santa Cruz Barillas, Huehuetenango, en lo que respecta a la oposición comunitaria a la instalación de industria extractiva o explotadora de recursos vitales, es el caso de las comunidades que hoy día resisten la destrucción de su espacio vital por intereses corporativos.
En nombre de un falso impulso al desarrollo, el entorno empresarial que busca generar ganancias por la explotación de los recursos, hace avanzar sus proyectos con la complicidad de las autoridades, sin considerar la destrucción del espacio vital comunitario. Ese ha sido el caso de la industria minera y ese es el caso de la industria generadora. Misma que cuenta con un sistema de inteligencia que realiza labores de espionaje contra el movimiento social, particularmente contra el movimiento comunitario que objeta la explotación de los recursos vitales. Espionaje que se ha extendido a la vigilancia de las entidades que apoyan solidariamente a la organización social.
La ligereza con la cual el Ministro de Gobernación respondió sobre los hechos violentos en Santa Cruz Barillas puede atribuirse a un desconocimiento profundo de la situación real o a un no declarado respaldo a la acción de la empresa, constantemente señalada de abusos y atropellos en la zona. De igual forma puede sindicarse a los argumentos del Presidente, al respecto de la criminalización generalizada hacia la población, como pretexto para la reacción de fuerza utilizada.
El uso de la tropa en acciones de resguardo social, así como la imposición de restricción de garantías, solo es un mecanismo de aceptación gubernamental de fracaso en el ejercicio de la democracia.
Tal acción, realizada en un entorno como el descrito y con los antecedentes de la zona, así como el rol de la empresa y el vínculo del gobernante con la misma, son un camino que se torna peligroso si se quiere hablar de democracia. Guatemala es tristemente célebre, hoy por la presencia del narco pero desde antes, por el abuso de poder derivado en actos de genocidio cuando el gobierno decidió emplear al Ejército en labores policiales.
Al igual que en los ochenta, cuando se cometieron actos de genocidio, hoy los oficiales muestran la cartilllita que llevaban en la bolsa de la camisa, la cual contiene el discurso oficial de derechos humanos que bien puede servir como papel higiénico cuando se incumplen sus mandatos y se otorga –mediante estados de excepción– vía libre al abuso.
En ese contexto, llama la atención el silencio mantenido por el titular de la Procuraduría de Derechos Humanos (PDH), más preocupado en su reelección y en alabar su figura que en cumplir con su gorda obligación de vigilar, directamente, el respeto a las garantías y derechos universalmente reconocidos.
Si el gobierno se considera incapaz de controlar una situación sin recurrir a la restricción de garantías, el PDH está obligado a vigilarlo y a verificar una a una, las denuncias de la comunidad, así como los señalamientos contra la empresa. Porque la senda escogida por el gobierno está marcada por la delgada línea roja que señala el camino del abuso y la impunidad.
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