En los países consumidores, luego de medio siglo de persecución, no han descendido ni la oferta ilegal ni la demanda. Se ha mantenido estable el consumo de cocaína y heroína. Los daños son altos, afirma TheEconomist, y “caen de manera desproporcionada sobre países pobres y sobre la gente pobre de los países ricos”.
En este sentido, se ha abierto en los últimos años un espacio para debatir el tema de la despenalización de la posesión y el consumo de drogas. Este debate hasta hace poco era un tabú y estaba restringido al ámbito de los derechos y los principios morales. La discusión se circunscribía a determinar si el perjuicio o el daño a otros es la condición necesaria para que se justifique cualquier ley penal o la intervención del Estado en esfera de la autonomía privada.
La apertura de la controversia a otros ámbitos ha sido impulsada principalmente por economistas como Friedman, Schutlz o Becker que apoyan la despenalización. En nuestro contexto, han sido los expresidentes Fernando Henrique Cardoso, de Brasil; César Gaviria, de Colombia, y Ernesto Zedillo, de México, quienes desde la Comisión Latinoamericana sobre Drogas y Democracia y elinforme “Drogas y Democracia: hacia un cambio de paradigma” han abogado por la legalización haciendo énfasis en que la represión contra el consumo ha sido un rotundo fracaso.
La verdad es que desde el punto de vista económico el tráfico de sustancias sicotrópicas es una actividad como pocas. Un mismo arbusto de coca puede tener cuatro cosechas al año y ser explotado por cerca de 10 años. El rendimiento de la hoja de coca está entre 400 y 1600 kg/ha. Se necesitan alrededor 400 kilogramos de hojas para obtener un kilo de cocaína que se presenta bajo forma de polvo blanco y cristalino llamado a menudo “nieve”. En ese proceso químico se identifican claramente dos etapas: la formación de la pasta y de la base.
Un kilo de pasta de coca tiene un valor aproximado de US$1 mil. Convertido en base de coca, su valor sube a US$1 mil 400. Transformado en “nieve” —cocaína— sube a un valor entre US$2 mil 200 y US$2 mil 400. Con ese precio sale de Colombia, Perú o Bolivia, y va agregando valor conforme avanza al mercado consumidor. Puesta en alguna ciudad mexicana de la frontera norte, el valor del kilogramo es ya de unos US$13 mil. En cuanto cruza la frontera, sube inmediatamente el doble, a US$26 mil. Una vez dividida para su distribución en sobres o “líneas” en las calles de las ciudades de Estados Unidos, el kilo de cocaína puede alcanzar un rendimiento de hasta US$180 mil.
El ciclo de valor de la heroína no es menos rentable. Un kilo de heroína tiene en Colombia un valor de US$10 mil y en México de US$35 mil. Cuando cruza la frontera, su valor asciende a entre US$65 mil y US$70 mil. Vendido al menudeo en las ciudades estadunidenses su valor puede llegar a US$130 mil, aunque algunos hablan de cifras superiores a los US$200 mil si se distribuyen en dosis de 0,04gr —una dosis aprox. US$10—.
Más del 90 por ciento del valor agregado de los dos productos se genera en la etapa de distribución, lo que significa que la mayor rentabilidad del negocio se da por fuera de los países productores. No obstante lo anterior, se piensa que el productor tiene una tasa de retorno interno superior al 30%, retribución llamativa para cualquier empresario. Pasar la línea fronteriza con Estados Unidos, puede dejar una ganancia por kilo de US$13 mil para la cocaína y de US$30 mil para la heroína, dependiendo de la pureza del producto.
El esquema de restricción a la producción-distribución tiene muchos reparos en relación a la complicidad de los Estados y las empresas respecto del mercado de precursores químicos y el lavado de dinero. Desde el punto de vista teórico, si se atacasen los márgenes utilidad se evitarían los costos de violencia que hay en los mercados ilegales y el crimen organizado no tendría el poder corruptor, la capacidad de violencia, ni la aceptación social que actualmente disfruta. Es por ello que un cambio de enfoque hacia a la legalización surge como solución al problema.
La legalización atacaría principalmente la cadena de distribución, acabaría los elevados márgenes de utilidad y haría que el adicto fuese observado con un enfoque de salud pública. Habría un monopolio que permitiría mejorar los estándares de calidad —si las personas supieran cómo se purifican las drogas seguramente muchos no las consumirían—, una restricción de consumo a menores y regulación para proteger ciertas áreas del consumo —colegios, centros comerciales, etc.—. Uno de los efectos positivos que pocas veces se observa tiene que ver con que se detendría en los países productores una guerra silenciosa de tipo biológico que poco a poco ha ido carcomiendo ecosistemas débiles, terminaría las estrategias de control a la producción basadas en aspersiones aéreas de químicos y en la posibilidad de introducir agentes biológicos cuyos efectos se desconocen, como el hongo Fusarium.
No obstante lo anterior, la legalización abrirá a dos nuevos espacios donde subyace la debilidad del Estado. El primero será una prueba para los Estados sobre el manejo de sus esquemas de seguridad y justicia. De manera utópica, se habla de una relación directa entre legalización y disminución de la violencia. Sin embargo, la posibilidad de que el crimen organizado no se desplace a otros espacios —como el secuestro, la extorsión, la trata de personas, el tráfico de armas, las apuestas y el robo— dependerá de la fortaleza de las instituciones de cada uno de los diferentes Estados. Efectivamente, en un primer momento disminuirá su capacidad de influencia debido a que los márgenes de ganancia disminuirán, pero la posibilidad de que estructuras ilegales logren desarrollar actividades que reemplacen el tráfico de estupefacientes está presente.
La segunda es que la legalización aumentaría el consumo y no resolvería los efectos de los problemas subyacentes al abuso de las drogas: pobreza, desempleo, falta de oportunidades, descomposición y violencia intrafamiliar. En este ápice de la legalización, un enfoque anticipatorio o preventivo es condición esencial para evitar —no el consumo— el abuso de drogas. Probablemente, las naciones más desarrolladas sean capaces de desarrollar programas para tratar y prevenir adictos en riesgo, pero la mayoría de los países involucrados por donde ha transitado la droga ni siquiera alcanzan a tener coberturas mínimas en salud y educación. Es como si el remedio fuese peor que la enfermedad.
Me pregunto, entonces, en un escenario donde lo preventivo tiene poco valor y ha demostrado poca efectividad,y haciendo una analogía a lo que sucede en Guatemala con los efectos de la desnutrición: ¿será justificable que el Estado pueda intervenir y limitar decisiones privadas para evitar una mayor restricción de oportunidades sociales?¿Será que una sociedad pobre e inequitativa en la que los individuos se autodestruyen con las drogas por decisión propia es preferible a aquella pobre e inequitativa en la que no lo hacen porque, simplemente, no pueden comprarlas?
No se puede negar que la legalización presenta efectos positivos, pero parece ser la salida más fácil a un problema que esconde detrás uno mayor, el de las sustancias psicoactivas. Si bien el análisis parte de que el tema se debe analizar en un contexto más amplio que el de un sólo país, da la impresión que las apreciaciones que se dan a veces generalizan efectos sin observar las condiciones de los Estados más débiles. La política de despenalización puede ser buena para algunos países pero desastrosa para otros. Un esquema mixto pudiese ser una alternativa, pero el fenómeno del turismo de adicción que se ha dado en relación con algunos experimentos ha socavado esa posibilidad. Por el momento, la esperanza de solución más eficiente pudiese estar en manos de la tecnología y la investigación científica.
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