A pesar de las informaciones contenidas, la autenticidad del Diario militar fue negada insistentemente por los altos mandos del ejército. Sin embargo, con el paso del tiempo varias de las informaciones han sido corroboradas, tal como la identificación de algunas osamentas aparecidas en fosas comunes ubicadas en lo que fueron destacamentos militares.
Parece increíble que oficiales educados en el honor y la dignidad, en la valentía y el respeto, hayan sido obligados u orillados a golpear, agredir, violar y hasta asesinar a personas indefensas. ¿Dónde el tan mencionado valor? Porque nadie se puede decir valiente, y mucho menos honorable, si golpea, veja y desangra a personas totalmente indefensas, o manda a otros a hacerlo para supuestamente obtener información.
Según ese “Diario”, el 5 de junio fueron ejecutados 13 de aquellos detenidos durante el mes de mayo: Edgar Gutiérrez, (detenido 2/05), Alejandro Hernández (detenido 13/05), José Luis de León –el poeta conocido como Luis de Lión– y Sergio Leonel Alvarado (detenidos 20/05), Pablo Cuc, Loreto Ico, Gerardo Ico, Pablo Hernández y Oswaldo López (todos detenidos 21/05), así como Flavio Xinico, Marta Lidia Rivera y Bernardino Ramírez (detenidos 31/05).
El primero de agosto, es decir, luego de dos meses y medio de torturas, fueron asesinados siete más: Alfredo Baiza, Gilberto Escribá (detenidos 14/05); Carlos Ernesto Cuevas, Otto Estrada, las hermanas Hortensia y Magdalena Tobar Lima (detenidos 15/05) y Osbar Lobos (detenido 30/05). Sandra Natareno (11/05) y Julio Casasola (14/05) fueron ejecutados el 1 de diciembre, es decir, luego de seis meses de crueles torturas. Los otros, según ese mismo Diario, o fueron enviados a cuarteles generales en Cobán y Mazatenango, o dejados en libertad para “contactos”. Amílcar Farfán, desaparecido el 15 de mayo, según este diario falleció cuando se opuso a su captura. De sus capturas hay datos y testigos, pero las autoridades en ningún momento hicieron avanzar las solicitudes por su exhibición personal.
Todos estos jóvenes eran estudiantes, padres o madres de familia, hijos de padres abnegados, con hermanos y hermanas como cualquier otro ciudadano. Sus cadáveres no han aparecido, y los valientes militares que dirigieron el Ejército durante la corta pero sangrienta dictadura de Óscar Mejía Víctores han sido tan valientes, pero tan valientes, que han decidido guardar silencio y ocultar toda información que permita a sus familiares, por lo menos, brindarles una sepultura digna. Valientes al torturar. Valientes al esconder evidencias.
A todos estos ciudadanos se les identifica en ese Diario como miembros de alguna organización revolucionaria (en su mayoría del PGT). Si ese extremo fuese cierto, ¿no era responsabilidad de las autoridades conducirles a los tribunales y juzgarles por sus supuestos delitos? Ninguna ley, ningún Estatuto de gobierno legalizó en Guatemala la tortura, mucho menos la desaparición forzada y el asesinato, en consecuencia, los perpetradores de tales crímenes deben ser denunciados y sus familiares resarcidos.
Pero no todos los militares fueron perpetradores de estos crímenes contra la humanidad, por lo que quienes no tienen las manos manchadas de sangre no deben cargar con las faltas y culpas de aquéllos que, abusando del poder otorgado y protegidos en la oscuridad de sus cuarteles, desangraron al país de manera tan vil y canallesca. El pacto de silencio, impuesto aún a las nuevas generaciones de oficiales no sólo mancha irresponsablemente al Ejército como institución, sino impide que la verdad se convierta en el mecanismo básico para construir la paz y establecer, efectivamente, el compromiso social de que tales crímenes nunca más se volverán a cometer.
La aprobación por el Congreso de la República este 15 de mayo del Punto Resolutivo 1314, abre las puertas para que de inmediato se logre que las autoridades militares indiquen el paradero de los restos de todos aquellos desaparecidos políticos, pues si en uno de sus considerandos se afirma que “la solidaridad es la actitud moral de hacer propias las causas y problemas de nuestro prójimo para que dentro de la ley prevalezca la justicia (…) como consecuencia la paz (…) bajo el infame prisma de la sangre que ha regado nuestra tierra (…) a partir de un conflicto inútil”, en su Artículo primero el Congreso se compromete a estudiar la legislación “con el objeto de promulgar aquellas normas legales mediante las cuales se cumpla con el deber del Estado de consolidar la paz” y en su Artículo segundo exhorta al Organismo Ejecutivo para “que trabaje arduamente en encontrar políticas públicas que tiendan a sustentar, defender y mantener el espíritu de reconciliación que ha inspirado (…) los Acuerdos de Paz”.
La paz, insistimos, sólo se construye a partir de la verdad, y con su Punto Resolutivo 1314, el Congreso muestra que es necesario lograr la verdad jurídica de los hechos que por tanto tiempo nos desangraron. Pero además, los mismos diputados han dejado claro que el Ejecutivo debe trabajar arduamente para sustentar el espíritu de reconciliación, y ésta, de nuevo, sólo puede estarlo en la verdad.
Tal vez 30 años después, y a limón de una resolución dedicada a acallar el debate, la verdad permita que efectivamente nos reconciliemos. Aún ahora hay oficiales que saben de esos crímenes y pueden dar informaciones, y éste es el momento para que la oficialidad honesta y digna diga ¡basta! a un pacto de silencio que sólo le abochorna y denigra.
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