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Una María pocomchí en medio de la guerra

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Una María pocomchí en medio de la guerra

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Como María, la madre de Jesús, Tomasa Caal buscó de casa en casa un sitio donde parir. Perseguidos por la guerra, Tomasa, su esposo y sus dos hijos, tuvieron que abandonar su aldea, su vivienda, sus posesiones. Les perseguían por catequistas. Les perseguían porque el Ejército los acusaba de apoyar a la guerrilla. Les perseguían porque la guerrilla creía que apoyaban al Ejército. Neutrales, en medio del fuego cruzado, la familia logró sobrevivir milagrosamente. Hoy, 35 años después, no han recibido ninguna explicación de los daños que sufrieron, pero con fuerzas propias han logrado levantarse.

Tomasa Caal González sobrevivió a una de las masacres que cometió el Ejército, a inicios de los años 80 en el área de las Verapaces. En medio de esa guerra, que nunca fue suya, perdió a su padre, dos hermanos, un tío, cuñados y vecinos. Un hermano quedó lisiado de una pierna y su esposo fue reclutado por la fuerza, para patrullar como soldado.

Ya habían soportado lo más fuerte del conflicto y estaban rehaciendo su vida en Tactic, un municipio de Alta Verapaz, cuando en una redada en el parque municipal capturaron a su hijo para obligarlo a servir en el Ejército. Tomasa recuerda cómo a los jóvenes los subían a un camión y los enviaban al destacamento militar de Cobán para empezar su entrenamiento. Ese centro de enseñanza militar –se supo en 2012– también era el sitio en donde se ocultaban los cuerpos de las personas ejecutadas extrajudicialmente.

Sin saber qué suelo estaba pisando su hijo, a Tomasa solo le preocupaba que lo obligaran a mancharse las manos con sangre inocente. Porque los soldados “son como mozos”, dice. Reciben órdenes y deben cumplirlas. Por eso le suplicaba que desobedeciera instrucciones.

“Por favor, si te vas a una montaña y tal vez tu jefe te dice que mates a una persona, por favor no lo hagas. Por favor saca tu tiro, pero no mate a la gente”, le insistía.

El hijo cumplió su servicio y dejó la institución militar. De esa época solo queda la fotografía de un muchacho en cuclillas, vestido de verde olivo y con un fusil en el regazo, que cuelga en una de las paredes de la casa.

Eduardo Say

No se necesita mayor explicación para entender por qué a Tomasa Caal le embarga el miedo cada vez que un contingente de soldados llega a patrullar las calles de Tactic. Aunque son tiempos de paz y el servicio militar obligatorio ya es historia, a ella todavía le perturba que puedan meterse a las casas y llevarse a los jóvenes. Nadie la ha podido convencer de que las cosas han cambiado.

“El Ejército mata gente” y punto. Es lo que a ella le consta. A su familia la tacharon de subversiva por dedicarse al catequismo. La represión los obligó a huir entre las montañas, a abandonar sus casas, animales y toda posesión material, para salvar la vida. En la fuga, tuvieron que dejar los cuerpos de sus parientes muertos. Hasta hoy, ella desconoce en dónde quedaron los restos de su padre y hermanos, fallecidos mientras andaban errantes en otros poblados del área norte del país.

En su natal Pambach, una aldea de Santa Cruz Verapaz, que queda a no más de 40 minutos de distancia del centro de Tactic, en 1982 el Ejército capturó a poco más de 70 hombres, que luego aniquiló a filo de machetazos en una finca. No está claro por qué el Ejéricto actuó así, no hay indicios de que los hombres pertenecieran a la guerrilla. En un principio los pobladores pensaron que los llevaban en un reclutamiendo forzoso, pero no fue así. Años más tarde, a través de las muestras de ADN de los deudos, la Fundación de Antropología Forense de Guatemala (FAFG) identificó que los hombres de la comunidad fueron lanzados en una de las 85 fosas descubiertas en la antigua sede militar de Cobán. Un establecimiento que sigue bajo el mando castrense, pero dedicado a entrenar soldados para operaciones de paz en el mundo.

Persecución y huida

Domingo Jalal, el esposo de Tomasa, se salvó de morir en la matanza de Pambach. El caso quedó registrado a través de los testimonios de los sobrevivientes, en el documento de Recuperación de la Memoria Histórica (Remhi) que elaboró la iglesia católica.

El 1 de junio de 1982, un día antes de la detención de los hombres, los soldados allanaron y quemaron algunas casas y detuvieron a sus ocupantes. Roberto Jalal, quien tenía 12 años cuando esto ocurrió y actualmente ejerce la representación de los Sobrevivientes del Conflicto Armado en Pambach, fue testigo de dos jornadas violentas.

“El 1 de junio se llevaron a una señora y sus dos hijos. No pensábamos que iban a regresar, pero al otro día regresaron a las 5 de la mañana, mientras estábamos durmiendo. Estábamos con mi mamá y mi padrastro. Nos rodearon y empezaron a llevarnos a la escuela. Ahí nos reunieron a todos, hombres y mujeres y niños, nos pusieron boca abajo. Yo tenía 12 años, no tenía miedo. Uno de ellos me dijo: ‘mirá patojo, no levantes la cabeza, porque te la vamos a volar’. Luego nos dividieron. A las mujeres las metieron en la ermita y a los jóvenes y hombres en la escuela. Mi abuelito Felipe Calach sabía un poco de español, le dijeron mirá estos van a ir a prestar servicio miliar, que no se preocupen las señoras. Que no tengan pena, van a ir al servicio militar a Jutiapa y siempre les van a mandar telegramas. Eso traducía mi abuelito”.

El 1 de junio, Tomasa Caal vio de lejos que su casa había sido tomada por los soldados. Ella tenía 24 años, tenía dos hijos pequeños y estaba a punto de dar a luz a un tercero. Volvía de dejarle el almuerzo a su esposo, quien cumplía con su trabajo de agricultura. En ese momento no pensó en la tienda, en la casa de madera, en los quintales de maíz y frijol que tenía para la venta. En los caballos, el burrito que la despertaba con su rebuzno cada mañana, ni en los chuntes, los cerdos, las pollos o su ropa que había acumulado en nueve años de casada. Lo primero que hizo fue devolverse hacia donde estaba esposo y en ese instante emprendieron la fuga hacia las montañas.

Con una servilleta de tortillas como único equipaje, pasaron 13 días como fugitivos. “Mis niños chiquitos, pobrecitos lloraban”, recuerda. Tomasa iba a paso lento, descansaba por largos periodos de tiempo porque su enorme panza le impedía avanzar. Le rogaba a su esposo que pidiera posada y comida, pero en varias casas se las negaron.

Hubo quien le cerró la puerta con la excusa de que no quería que le mancharan su casa, porque era evidente que estaba a punto del parto. Cuando por fin encontró a “una mujer que tenía a Dios en su cabeza”, tomó café junto a sus hijos y probó un poco de comida. Tres días después, el 13 de junio de 1982, en la casa de un primo, vivió su propia historia de natividad. Sin comadrona y con la ayuda de su esposo, nació su hija Gloria. “Mi tía me dio unos perrajitos y de un corte viejito sacó cuatro pedazos y envolvió a mi patojita”. Esos fueron los únicos regalos que recibió la pequeña. Seis días después, con las pocas fuerzas que tenía, emprendieron de nuevo la huída.

Eduardo Say

Mientras narra este episodio de su vida, Tomasa Caal está totalmente quebrada. La voz cortada, los ojos color miel brillantes de lágrimas.

Pasaron “escondiditos” muchos días en la montaña. Los pechos vacíos de leche, los niños llorando de hambre y desesperación. La lluvia los mojaba. Los padres protegían con sus cuerpos a los niños.

“Gracias a Dios aquí estamos” dice, con una resiliencia inexplicable. Sin embargo, el recuerdo de ese parto en medio de la desgracia, se le revela cada diciembre. “Cada año que viene a pedir posada la virgen, yo lloro amargamente”, confiesa.

Tomasa siempre ha sido una católica dedicada. Quizá no podrá leer la biblia, pero que comprende muy bien los padecimientos que tuvo la virgen María, la madre de Jesús.

A esas aflicciones se sumó la muerte de su hermano Domingo, en una comunidad cercana a Pambach, y la captura de su esposo a manos de la guerrilla, que lo acusaba de no querer colaborar con ellos. No se sabe qué facción lo detuvo, pero el esposo relató que la noche previa a su fusilamiento, un niño lo desató y así se salvó de la muerte, por segunda ocasión.

Libre de los guerrilleros, fue aprehendido por un comando militar que lo acusaba de subversivo. Los militares aseguraban que no había sido detenido, sino colaborador. Así de contradictoria e ingrata era la vida para la familia. En 1983 ocurrieron los asesinatos de su padre y otro hermano. Uno más, llamado Humberto, resultó gravemente herido cuando clamó para que no le dispararan a su padre. Tomasa se queja de que en la comunidad le llamen “El chenco”, porque le sabe a una burla inmerecida.

Más tarde la familia viajó a un municipio de Quiché, porque un comisionado militar decidió ayudarlos, con la condición de que Domingo se dedicara a realizar patrullajes de prevención ante el avance guerrillero. Solo así pudieron sobrevivir. Solo así pudieron demostrar que no eran comunistas.

Eduardo Say

Los porqués que nadie explica

De esos años, queda una amargura que nadie ha podido apaciguar. Tomasa es ahora la dueña de una pequeña tienda en donde también funciona una tortillería y un comedor. Madre de 12 hijos, uno de los cuales murió pequeño, abuela de 25 nietos y bisabuela de tres niños.

La miseria del pasado ya no está. Aunque no vive en bonanza, reconoce que pudo sacar adelante a sus hijos. Todos se graduaron, trabajan, hay una licenciada en la familia y la más pequeña de todos estudia Trabajo Social. No pudo recuperar nada de lo que perdió y no pudo volver a Pambach. Hace varios años, los que se quedaron consiguieron que les otorgaran dos manzanas de terreno por familia y casi todos son propietarios de su tierra. Ella no logró el beneficio, pero “tenemos de todo, gracias a Dios. Hasta pollos, perro y gato, tengo otra vez”, dice satisfecha.

En agosto pasado, Tomasa enviudó. Su esposo falleció de una enfermedad hepática. En ocasión del funeral, y en medio de la tristeza acumulada por años de silencio, se atrevió a confesarle a su hija mayor, que hoy tiene 35 años, cómo fue su nacimiento.

La amargura, sin embargo, no se le pasa aunque cuente algunos episodios de su pasado. Dentro de ella hay muchas preguntas que nadie le ha podido resolver.

“Yo no puedo decir cuál es bueno y cual es malo. Porque no estoy con el Ejército, ni con la guerrilla. Los dos tienen sus errores. Yo lo que quiero saber, lo que quiero preguntar es cuál fue el delito de mi papá y mis hermanos, para que los maten. A nuestra gente, ¿por qué la mataron? A un hermano de mi papá lo crucificaron, así dice la gente que pasó en la escuela de Pambach. Lo patearon, lo amarraron. Era anciano, tenía 70 años. Era catequista; no estaba metido en nada. ¿Qué delito cometió mi tío, qué delito tiene la gente que mataron? Eso es lo que yo quiero saber”.

A una pregunta, se suma otra y otra más. “Quiero saber quién manda los Q24 mil que dan (a los familiares de los desaparecidos). Eso solo lo hacen para taparnos los ojos. ¿Acaso la vida de mi papá vale Q24 mil?”. Ese monto es el que fijó el Programa Nacional de Resarcimiento, como compensación monetaria por la pérdida de un familiar. La cuota que esta institución estatal entrega es única, sin importar que una familia haya perdido a uno, dos, tres o más parientes.

Hace algunos años, cuando la FAFG les entregó los restos de su cuñado, Tomasa quiso gritar durante el entierro. Sentía como que el corazón se le iba a salir de la terrible necesidad que tenía de hablar. “Yo quería decir algo pero no sé mucho español. Yo quiero mi respuesta”, dice.

Intentó usar un traductor para expresar lo que tenía en el pecho, a punto de explotar, pero la reprendieron. “Para qué vas a alegar si ahí está tu marido, me dijo uno”. Se tapó la boca y no pudo ni exigir los restos de su padre y sus hermanos. Porque hasta la fecha, no sabe en dónde quedaron.

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