Al principio no supe explicarme por qué me invadió una enorme tristeza, el porqué de esa sensación de desamparo, de una especie de injusticia, si no lo conocí personalmente, si nunca intercambié una sola palabra con él, si nunca hubo ningún contacto entre nosotros. Es más, ni siquiera fue, ni era, referencia en ninguna de las conversaciones entre mi escaso círculo de amigos. El único punto en común en nuestras vidas era Plaza Pública y las eventuales lecturas que hice de sus textos.
Recordé entonces que hacía unos meses Juan Carlos estuvo vendiendo unas cosas y vi las fotografías compartidas de alguno de sus amigos también en Facebook. En ese entonces me sentí tentada a comprar una docena de vasos cerveceros, pese a que no consumo bebidas alcohólicas y casi nunca tengo invitados en casa. Pero se veían bien, tenían una especie de historia. Me pregunto quién se los habrá quedado. También me interesó un hermoso escritorio de madera café oscuro, con gavetas a un lado, creo, ideal para escribir con la comodidad de tener libros al lado, hojas tal vez un poco desordenadas más allá, con una taza de café recién preparado. Pero no tenía dinero y consideré que no tenía sentido preguntar los precios si no iba a comprar nada. Quizás fue la única vez que pude hablarle.
Vuelvo a la noticia de su muerte y siento que es en hechos como estos cuando puedo afirmar con la mayor certeza, que la vida no solo es lapidaria sino injusta. Llorca era un hombre joven, que se cuidaba pues hacía ejercicio con regularidad, comía sano lo que él mismo preparaba con frecuencia. No obstante, murió a causa, según dicen, de un infarto fulminante.
Me di a la tarea entonces de leer lo que han escrito quienes lo conocieron, y noto que hay un sentimiento de tristeza generalizado porque perdieron un amigo, un maestro, un mentor, alguien que los inspiraba. Para un buen sector de la población estudiantil de periodismo y quizás también para otro ya profesional, Llorca constituía el paradigma de lo que se puede lograr si se tiene talento y perseverancia: estaba viviendo su propio sueño americano en El Paso, Texas. No se fue como ilegal, no tenía que trabajar largas jornadas cortando naranjas, no lo iban a deportar. No, él estaba trabajando en una agencia noticiosa importante, ganaba en dólares, podía regresar con frecuencia, daba además asesoría gratuita a periodistas junior, y escribía su blog. Espero por cierto que pronto alguien lo convierta en un libro que podamos atesorar como un excelente ejercicio periodístico, como una especie de microautobiografía, como el recuento vivo de casi cuatro años de la reciente historia guatemalteca.
Vuelvo a preguntarme por qué esta sensación de tristeza y creo dar en el blanco: pese a que Llorca era casi diez años más joven que yo, compartíamos muchos de los mismos referentes culturales chapines. Es decir, la mayoría de las veces yo entendía de qué estaba hablando, aun cuando no fuera del todo explícito en sus textos.
También descubrí que con figuras como la suya, se caen al suelo algunos mitos que quisieron mal imponerse en las décadas pasadas o que forman parte de nuestra idiosincrasia machista. Por ejemplo, que solo en la Usac podían “formarse” profesionales con comprensión cabal de la realidad del país, pues en su blog hay textos inteligentes, profundos, imparciales, conocedores a fondo de los intrincados hilos del poder y que en parte nos configuran a ser como somos.
Y eso sin hablar desde ninguna ideología, sino desde el simple descubrimiento de la verdad, con V mayúscula, uno de sus principios fundamentales. Era un hombre que sin ambages dijo que planchaba sus camisas de la semana, que cocinaba, que arreglaba su casa, que estaba enojado por los impuestos que debía pagar, que en EE.UU. manejaba con cuidado, pero que nada más salía de ese país empezaba a dar frenazos, que amaba a sus hijos, a su mamá, sus hermanas y familia, que iba al supermercado para tener contacto 22 segundos con la cajera, el único contacto real del día en las soledades del desierto en que vivía.
Un amigo, otro Juan Carlos, me dijo desde Italia que luego de la muerte de Llorca, “está estallándole Guatemala en la cabeza”. Como él, yo aprendí bien la lección: Carpe diem.
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