El destino lo trajo a estas tierras, pero su persistencia y obstinación lo llevaron a buscar respuestas y a enlazar los hechos que relata en su libro Silencio en la montaña, una historia de terror, traición y olvido en Guatemala.
La historia de Guatemala está marcada por el silencio, dice Wilkinson. Los que sufrieron el terror no hablan por miedo, y los otros (los opresores o espectadores cómplices) no opinan porque prefieren olvidar y que se olvide. Pero «los recuerdos, como los cadáveres, pueden ser exhumados. Si se encuentran fragmentados o incompletos, eso es parte de su relato». Nunca mejor dicho por este abogado, que sin ser escritor escogió las palabras exactas que dan sentido a su libro. Porque Daniel fue escarbando en la memoria del país y en las memorias rotas de sus protagonistas hasta completar este rompecabezas que nos relata.
Su historia comienza con el relato del incendio de la casa de los Hannstein, dueños de una finca cafetalera en La Reforma, San Marcos. Como si fuera un juego cruel del destino, la finca se llamaba La Paz y fue uno de los escenarios de conflicto. Un conflicto que no empieza ni termina con ese fuego. Ni tampoco con solo esa finca o comunidad.
Con mucha inquisición e investigación, Daniel va reconstruyendo la historia para nosotros. Libreta en mano y empotrado en la Poderosa (su motocicleta), se aventura por las fincas de café y hace preguntas cuya única respuesta es casi siempre «saber», «a saber» o «saber, usté»: esa expresión guatemalteca que, como dice Wilkinson, «algunas veces es más [el resultado de] un puñetazo que un encogimiento de hombros».
«Saber» fue lo que contestó el alcalde de Cajolá cuando le pidieron muestras de minerales para la Exposición Universal Colombina, organizada por el gobierno de Estrada Cabrera. Su respuesta, como bien cuenta Daniel, es más el resultado del puñetazo que habían recibido una década atrás de parte del entonces presidente, Justo Rufino Barrios. Los residentes de Cajolá habían cultivado esas tierras desde tiempos inmemoriales y en ese entonces obtuvieron títulos legales por parte de la Corona española. Sin embargo, el presidente los despojó de sus tierras y se las entregó a «un grupo de ladinos militares». Cuando la comunidad reclamó su derecho sobre estos terrenos, «Barrios mando ejecutar al alcalde en la plaza del pueblo». De ese modo, Cajolá simboliza la primera reforma agraria que muchos quieren borrar y pensar cómodamente que no existió.
Después, en 1952, vendría la otra reforma agraria, la de Arévalo y Árbenz. Nos dice el autor que, más que una distribución de la tierra, esta reforma fue concebida como una redistribución del poder. Los trabajadores de las fincas vivían bajo la amenaza continua de ser desalojados o expulsados. La reforma agraria proponía que los finqueros entregaran parte de sus tierras ociosas a los trabajadores para que estos las utilizaran para cultivo de subsistencia. Ese pedazo de tierra significaba poder. Poder para perder el miedo. Para romper el silencio.
El desenlace de esta historia lo conocemos de sobra. Árbenz renunció y se fue a México junto con otros líderes de la Revolución de Octubre. «Antes de abordar el avión, lo obligaron a desvestirse y a quedarse en ropa interior frente a la burlona multitud de seguidores de Castillo Armas». El mensaje no podía ser más contundente: todos tenían que pagar. Solo que los líderes sindicales en las fincas de café, en vez de perder la ropa y la honra, pagaron con su vida. Del miedo y el terror volvió a nacer el silencio.
«… el sufrimiento de cada quien es su propia sentencia», le dijeron a Wilkinson los sobrevivientes de la masacre de Sacuchum. El Ejército llegó al pueblo un 1 de enero de 1982. Los llevaron a todos a la plaza. Allí les dijeron: «El pez solo vive donde hay agua. [Nosotros] nos vamos a encargar de ustedes. Así el pez se va a morir». Mataron a 40 personas sin disparar un tiro. A muchos les cortaron la lengua.
¿Por qué desenterrar el pasado?, cuenta Daniel que le preguntó una vez la esposa de uno de los dueños de fincas mientras recorrían la ciudad en su Mercedes-Benz. «Los americanos vienen aquí y solo escriben de todas las cosas negativas por las que hemos tenido que pasar. ¿Por qué ninguno escribe algo bueno acerca de este país?», le reclama la señora. A mí este relato me confirma el silencio de los otros, los que tampoco quieren hablar, los que también guardan silencio porque para ellos lo mejor es olvidar.
El libro termina con otra historia de la gente de Cajolá en 1992. Otra vez una disputa por recuperar la tierra. Pero en esta historia la comunidad se «convirtió en ícono de la lucha por los derechos de los indígenas». Esta vez ellos fueron capaces de arrebatarle al Gobierno «una de las más grandes concesiones de tierra en Guatemala desde la reforma agraria».
Los mayas dicen que el tiempo es espiral. No sé si Daniel sabía esto cuando escribió este último capítulo de su relato. O quizá el destino le jugó esta pasada para recordarnos a todos que las cosas del pasado vuelven, pero no a su punto de partida, como en el círculo, sino a un punto más arriba, como en la espiral.
Más de este autor