En cosa de una semana, me tocó asistir a por lo menos una docena de bodas, una de ellas entre un hombre y una mujer, el resto entre gente del mismo sexo. En cosa de una semana me he enterado de debacles matrimoniales, de los intentos –las fintas más bien– por hacer una casa con los palos carbonizados de lo que una vez fue y de cómo alguien anda rondando una casa con un galón de gasolina.
Y supongo que no debería leer mucho en estas cosas, al fin y al cabo son hechos inconexos que nada tienen que ver unos con otros. Pero no dejo de pensar en parejas que esperan 25, 30, 40 años para poder decir el “sí, quiero”. Y cómo a pesar de cuatro décadas de estarse soportando la una a la otra, se les saltan las lagrimotas cuando el pastor ordenado por una iglesia del internet les pide que se pongan los anillos.
Me ronda la cabeza una foto, fuera de foco –maldito sea el autofoco, por siempre– de unos labios de mujer besando los labios de su marido justo sobre la línea imaginaria que separa el primer mundo del resto de la humanidad. Allí, en el puente entre los dos países, el beso de una pareja de esposos casados en el puente y que no pueden vivir sino en un país, porque el otro está vedado para uno de ellos. Y cómo otra mujer dijo que se fueran todos a la mierda, porque ella no podía ver a su marido viviendo con miedo en Arizona y se fueron a vivir a Ciudad Juárez, para que él pudiera volver a ser un hombre y no un fugitivo de la migra.
Una de las esposas recién casadas me cuenta que su relación ha durado más que ninguna de las parejas heterosexuales que hay en el resto de su familia. Y yo pienso: “no es concurso”. Pero me callo, porque hay mérito en tolerar, en entender, en aceptar a la otra persona. Hay mérito.
Pero supongo que también hay mérito en entender que una relación, una amistad, un contrato han seguidosu curso natural y que por motivos cuya exploración requeriría poner la vida entera en pausa, las ha empujado hacia un abismo insondable de donde nada puede ya salir. Hay merito en reconocer eso también.
El otro día me enteré de que hay una pequeña comunidad de gente que decidió mandarlo todo a la mierda e irse a vivir a un pueblo fantasma en el medio del desierto, cerca de la frontera con México.
Allí hay dos hombres que viven juntos en una casa sin agua, ni luz, ni nada. Una especie de matrimonio asexual, me inclino a pensar para no complicarme con prejuicios ociosos. Son dos monjes que, al parecer, decidieron mandarlo todo a la chingada y se fueron a vivir una vida de contemplación en medio del desierto. Uno de ellos, al parecer se dedica medio tiempo a desarrollar una forma muy particular de arte. Los dos, me han dicho, están abocados en un cien por cien a la meditación, la oración y paseos reflexivos por el desierto.
Quiero, cuando caiga el otoño sobre nuestras existencias actuales, encaminarme hacia ese lugar y entender qué puede haber en esa vida de privaciones, renuncia y sacrificio. Porque al final, salvo unos cuantos elegidos que toman sin pensarlo dos veces lo que se pone delante de ellos, que agarran la oportunidad de entregarse de lleno a sus impulsos, todos somos en mayor o menor medida como esos hombres, abocados a la renuncia.
Solo que en muchas ocasiones la renuncia es impuesta por nuestra incapacidad de acceder a las tentaciones y no tanto por nuestra voluntad de no ceder ante ellas. Porque para no ceder a la tentación, al impulso egoísta de arrebatar, destruir, vengarse, hace falta valor.
Y ha de haber mérito en enfrentar las cosas con valentía y saber admitir que la hecatombe ha llegado y nada se puede hacer contra lo que viene. Porque lo que viene, nada lo va a parar y no va a esperar por uno. Pensar lo contrario es vanidad.
Pero al final de cuentas resulta que el mérito es como una medalla hecha con listón de poliester y una moneda de chicle o chocolate. Una insignia que se prende uno mismo en la bolsa de la camisa para poder salir a la calle con la cabeza en alto. Y pasado el tiempo se da cuenta uno de que a veces el mérito solo sirve para embarrarte la camisa con chocolate barato. Porque al final de cuentas, tampoco es concurso.
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