La lógica del asesinato de supuestos o reales delincuentes ha quedado al desnudo en los juicios seguidos contra Sperisen y Figueroa, pero también en el que en agosto del año pasado se condenó a Víctor Soto Diéguez por el asesinato de diez reos en Jutiapa y Zacapa. Las causas y razones de esos crímenes aún no se esclarecen, dada la hipocresía y doble discurso de los perpetradores.
En el caso de Soto Diéguez, el 26 de febrero de este año se anuló la sentencia bajo el supuesto de que en el juicio se cometieron errores de procedimiento. Con Sperisen, sus defensores esperan que suceda lo mismo. No que quieran negar que exista esa práctica delincuencial de las supuestas autoridades, simplemente intenta lograr que sus defendidos no sean condenados.
En el caso de Sperisen Vernon, la defensa inicial fue que los reos habían muerto en un enfrentamiento con las fuerzas policiales, del que él apenas si se había enterado. Sin embargo, en ningún momento, ni en el juicio contra Javier Figueroa en Austria como tampoco ahora en Suiza, esa hipótesis ha sido fehacientemente demostrada. Del supuesto enfrentamiento no hay armas incautadas debidamente analizadas, mucho menos una descripción de cómo ese enfrentamiento podría haberse producido, como se relata en el extenso e informado reportaje de Diego de León Sagot e Iliana Alamilla (Cerigua/ Plaza Pública 06/06). El ejército, según el coronel Castillo Alvarado presentado como testigo de la defensa, apenas dio cobertura perimetral, y en palabras del propio Javier Figueroa – absuelto en Austria y también testigo de defensa– las ejecuciones se produjeron porque “un procedimiento legítimo policial fue aprovechado para que se diera alguna acción incorrecta”, realizada según él por gente del Ministerio de Gobernación. Acorralados, los defensores del suizo guatemalteco se concentraron en desprestigiar a los testigos de la fiscalía, sin que sus argumentos hayan podido convencer al tribunal.
Emitida la sentencia hay aún algunos que ingenua o neciamente insisten en la hipótesis del enfrentamiento, comprometiendo cada día más al presidente Berger. Es más que evidente que si el Presidente no autorizó la masacre, fue engañado por el Ministro Vielmann y su jefe policial Sperisen en los informes que le presentaron sobre las muertes. El régimen bergeista saldría mucho mejor librado si asume que le escondieron información a insistir en una inocencia a estas alturas poco demostrable. Podrán ser acusados de negligentes o ingenuos, pero no de hechores intelectuales.
Pero lo que más asusta es que exista un grupo que, aun siendo minoritario, tiene capacidad para el escándalo y el bullicio. Para estas personas, las ejecuciones extrajudiciales son necesarias porque sólo así se puede acabar con la delincuencia y la criminalidad. Algunas de ellas, educadas en centros religiosos y con educación superior insisten en los mismos argumentos con los que la dinastía Obiang Nguema justifica los crímenes policiales en Guinea Ecuatorial ante la presión internacional. Afirman que Guatemala no es Suiza y que aquí, al haber tanta criminalidad, la única solución es acabar con los delincuentes. Esta banal y primitiva explicación lamentablemente no tiene ningún asidero, pues si moralmente en las sociedades modernas –cristianas o ateas– es rechazada de plano por inhumana e ilegítima (ninguna autoridad está autorizada a agredir y mucho menos asesinar a otro) históricamente es evidentemente contraproducente: Guatemala no tiene menos delincuentes ni es menos violenta, a pesar de la presencia por años de los “riveritas”, los “elefantes demoledores de Sperisen” y todos los escuadrones de la muerte de antes y de ahora.
¿Por qué entonces algunos insisten en estos razonamientos? La única explicación parece radicar en la ideología autoritaria que por siglos se ha impuesto para justificar la dominación: La posición de poder nos da el derecho a agredir y hasta matar a quien juzgamos subalterno y contrario a nuestros intereses. La ausencia de ese poder nos hace sentirnos débiles, por lo que a toda costa buscamos quién la ejerza contra otros para identificarnos con el agresor y sentirnos más que protegidos, privilegiados.
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