Si en Honduras una fuerza amparada en los movimientos sociales se ha posicionado seriamente en el espacio político del país, en Costa Rica las izquierdas han dado un paso firme en la construcción de una alianza que hace muchos años, tal vez décadas, no se conocía. Y en el Salvador, el FMLN acapara la simpatía decidida de un poco menos de la mitad de los electores (según los resultados del primer turno) ante una derecha que aparece clara y evidentemente dividida pero, sobre todo, incapaz de hacer propuestas que superen su discurso setentero y falaz.
Las razones en los tres pequeños países, como las realidades, son distintas y diversas, pero nos muestran semejanzas que también vale la pena escudriñar para, desde esas realidades, entender la nuestra. En Honduras, el país más parecido a la Guatemala de ahora –por sus bajos índices en desarrollo humano, la alta concentración de la riqueza y sus altos niveles de pobreza extrema– las fuerzas de izquierda han irrumpido en el escenario electoral a partir y como consecuencia del golpe de Estado que, al estilo sesentero, los militares y los políticos dieron al gobernante electo y que estaba por finalizar su período en junio de 2009. En Costa Rica, las erráticas políticas neo liberales –privatización de todo cuanto ha sido posible sin avanzar en medidas que protejan a las clases medias de su pérdida de capacidad de consumo y desarrollo– han puesto a las élites gobernantes contra las cuerdas, al grado de que más que votación a favor de un candidato, los costarricenses se manifestaron contra un grupo y un partido que consideran ha traicionado sus propuestas originales y sus compromisos con la ciudadanía.
En el Salvador el empobrecimiento, que acompañó al enriquecimiento descarado de las élites económicas y políticas que durante más de 20 años gobernaron el país, ha hecho que la población pierda el miedo y abiertamente se manifieste en favor de la izquierda. Gobiernos locales altamente eficientes y efectivos han demostrado que la ex guerrilla no sólo sabe gobernar sino que está mucho más próxima de las exigencias y demandas ciudadanas. Las evidencias de la corrupción en las esferas más altas de ARENA fue la gota que rebalsó el vaso en los sectores honestos y democráticos de la derecha, haciendo que, también desde ese lado se puedan tener esperanzas.
Porque los recientes procesos electorales han demostrado que en Centroamérica comienza a vislumbrarse también el surgimiento de una derecha moderna y democrática, que no se mueve ya dentro de las coordenadas de la trasnochada y traspasada Guerra Fría, y entiende que puede tener a las izquierdas democráticas como interlocutores para la construcción de países modernos y desarrollados, donde el combate a la pobreza es un objetivo común.
Si esa derecha ahora en El Salvador se mostró minoritaria y, al momento de decidir en el segundo turno aún la acometieron los miedos y la acorralaron las campañas negras, en Costa Rica esos sectores ahora se enfrentan a la necesidad de dar un sentido progresista al gobierno del PAC que, surgido de la crítica a los tratados de libre comercio, ahora no los denuncia, pero se compromete a resolver las desigualdades que el desmantelamiento de las bases del Estado de bienestar –que a duras penas se venía construyendo– ha producido. En Honduras, esas nuevas derechas menos obtusas se han refugiado en el partido contra la corrupción, y saben que tendrán que dialogar con el movimiento social si de verdad quieren enfrentar con éxito ese flagelo.
Es evidente que no todo es miel sobre hojuelas para los sectores que en la región quieren efectivamente construir Estados democráticos con sociedades efectivamente compuestas por ciudadanos. Las oligarquías hondureñas se aferran al poder y no pierden las esperanzas en desmovilizar y desmantelar el movimiento social que, hábilmente, no se transformado en partido político, pues si bien apoya al partido Libre, una cosa es el partido y otra el movimiento, que crece y avanza más como motor de la construcción identitaria de aquél que como su simple alterego. En Costa Rica aún está por verse si la maquinaria política de los Arias logra nuevamente controlar el partido e impedir así su “regeneración” en el partido progresista que fue antes de que ellos lo controlaran y utilizaran, pues el retiro de la campaña para el segundo turno del candidato de Liberación mucho tuvo que ver con el bloqueo que este grupo le hizo al financiamiento de su campaña. Evidentemente que Araya, que a pesar de ese bloqueo de la oligarquía y el descontento generalizado de la población ante la debacle del gobierno de Chinchilla, logró en el primer turno el apoyo de casi uno de cada tres costarricenses, sólo podrá ser efectivamente una opción de centro derecha creíble si logra posicionarse como una oposición creativa y transparente ante el gobierno de Solis y, además, superar el cerco económico y mediato que los Arias le han impuesto.
La esperanza, pues, recorre Centroamérica. Los jóvenes y las organizaciones sociales tienen ante sí nuevas razones para emocionarse y comprometerse, para hacer avanzar nuevos procesos, demostrando que en democracia, y a pesar de la desinformación y campañas calumniosas, es posible pensar en un futuro mejor para nuestros países. Las izquierdas democráticas y no sectarias comienzan a mostrar que es posible no sólo soñar sino construir realidades diferentes a las que el absolutismo de las oligarquías y la corrupción de sus políticos quieren que tengamos. Una derecha modernizada y sinceramente democrática hace también su aparecimiento, haciendo posible imaginar que escenarios menos confrontativos y calumniosos podrán establecerse en el futuro cercano.
Sólo resta ver si las derechas guatemaltecas asumen el reto de, al menos, democratizarse, y si las izquierdas logran, finalmente, dar el salto para comenzar a construir un proyecto alternativo incluyente y moderno. Nuestros vecinos, a pesar de sus dificultades, miran con optimismo el futuro; nosotros, en cambio, no dejamos de tener como único horizonte hundirnos cada día más en el precipicio.
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