Margarita Cano
A Juan Carlos Llorca lo conocí como periodista de AP y como bloguero de Plaza Pública. Pero sobre todo, lo conocí como mentor y consejero de un grupo de "juniors".
Desde 2011 hasta ahora, hemos sido varios los que con cara de desubicados llegamos a la casita queriendo aprender a hacer buen periodismo. Hoy, todos andamos por distintos rumbos, pero coincidimos en algo: conocer a Llorca nos marcó.
Algunos, como yo, nunca lo conocimos en persona, solo por Skype. En reuniones del equipo o en sesiones individuales donde nos decía, sin pelos en la lengua, lo que opinaba. Su carácter tan genuino, su sinceridad y ese humor ácido tan suyo lo hacían brillante.
Nos hizo cuestionarnos, nos desafiaba, nos regañaba, nos enseñó a hablar claro. Aunque a veces le tuviéramos un poquito de miedo, nos encantaba platicar con él porque nos hacia bajar de las nubes y dejarnos de babosadas y así hacer las cosas cada vez mejor.
Así que ahora los juniors dicen gracias. Lo dicen en 200 palabras (o al menos lo intentaron), al grano, como a él le gustaba. Gracias y hasta siempre Llorca.
Hasta pronto, Llorca
Juan Luis García Hernández
“Hay periodistas que creen que cada vez que abre la boca el presidente es noticia”. Era una de las cosas que siempre nos decía.
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Imagina que tienes que agradecer algo a una persona y sientes que ha dejado huella tanto en ti como en otros, pero que por circunstancias de la vida nunca tuviste oportunidad de conocer.
Cuando el programa de Plaza Pública nos permitió ser becarios de periodismo, nunca imaginamos que nuestro editor sería un periodista de AP, que nos putearía desde el El Paso, Texas, hasta sacarle brillo a nuestro reporteo.
Para mí Llorca es las historias que me contaron mis primos mayores –los landivarianos–, las de un jeep y unos cigarros, es el recuerdo de la expectativa en nosotros, los aprendices de periodismo, para saber qué iba a opinar de nuestro trabajo.
Él es el comentario ácido que se filtraba en tu muro de Facebook cuando menos lo esperabas, es la persona insidiosa que siempre tenía la razón, es la visión atípica sobre “El indígena feo“, en resumen, es la del distinto.
Aquella mañana nos acercamos al entonces director de PzP para entablar uno de nuestros entrañables enlaces por Skype Guatemala–Texas, sin embargo, algo retardó la emisión de la llamada, lo que dio paso a una lógica pregunta:
–Martín, cuánto gana Llorca por enseñarnos ––espetamos entre inocencia y morbo.
Un tanto desprevenido, pero con franqueza se arregló los colochos y respondió:
–Es por colaboración, y lo hace en sus tiempos libres.
Creo que en ese momento sentimos un poco vergüenza por ocupar su tiempo con nuestra información de novatos, y también creo que desde ahí tomamos con un poco más de seriedad lo que hacíamos.
El resto es la relación personal de cada uno con esta persona que te llevaba al límite de tu capacidad y un legado aprendizajes que a veces quedaron plasmados en nuestras notas, y otras, en el corazón. Hasta pronto maestro.
Llorca no fue un periodista tarado
Ximena Villagrán
Fue un 19 de diciembre el día que le puse un cuerpo a la cara y a la voz que aparecían en mi computadora para derrumbar todos los conceptos que tenía de periodismo.
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Y que se encargó de derrumbar desde la primera nota que me editó cuando solo mandé un correo con un archivo adjunto y me dijo: “¿Y usted quién putas se cree? Mandar una nota a su editor y ni siquiera decirle qué escribió, eso no lo hace ni un periodista tarado”.
No llegué a su apartamento en Guatemala, en el que no vivía desde hace muchos años, porque hubiéramos planeado una gran reunión. Llegué porque estaba vaciando su casa y había puesto en venta sus muebles.
Mientas subía en el elevador hasta su casa pensaba en cómo enfrentarme a ese editor que me había hecho cuestionar cada frase que escribía, cada declaración que oía y además pensar en el lector. No lo descubrí y no hubo necesidad.
Abrió la puerta, era mucho más alto de lo que imaginé, y me recibió con un abrazo. Sus frases, que en muchos momentos me hacían sentir la peor periodista, tomaron otro matiz: a Llorca le importaba enseñar y a quién le enseñaba.
Ese día entré a su cocina, él preparaba patacones y abría cervezas, como si hubiéramos sido amigos de toda la vida. Durante las siguientes horas analizó Guatemala, su periodismo, su gente, cómo solía hacerlo: con sarcasmo y humor.
Ese fue solo un día, pero sus grandes lecciones las puedo encontrar en mensajes de Facebook, de Gmail, en correos electrónicos que regresé a leer y siguen vigentes.
Ahora estoy en otro país, como él recomendó hace más de un año. Estudiando una maestría, como también me aconsejó. Supongo que influyó mucho más de lo que noté en su momento.
Ahora no está para editar este texto pero sé que si lo hubiera leído pensaría que es una mierda, que a nadie le interesa lo que estoy contando y seguramente encontraría cosas que no tienen ningún sentido, faltas de ortografía, verbos mal conjugados y además me diría que lo tengo que cortar porque excedí las 200 palabras.
La boca del presidente no es noticia
Álvaro Montenegro
Aprendí varias cosas ese año y pico en el que casi todos los días nos mirábamos por el Skype. A veces yo te llamaba e ibas corriendo durante tu ejercicio diario y me decías que el periodista
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debía ser ante todo riguroso con su horario, con avisarle al editor adónde iba y a no tragarse la mierda que sueltan los políticos en los comunicados de prensa.
Puedo decir que después de ese tiempo supe distinguir una noticia. Ver que la simpleza de la redacción de una nota es a veces lo más complicado. Pero este oficio no se suscribe a lo que se publica sino también al ser detrás de cada texto. Y ahí fue donde nos vimos, digamos, auténticamente. Cuando me contaste cómo los dueños de los diarios, a veces también accionistas de empresas, procuran publicar notas para atacar a gente sin dar la cara sino que nos ponen a nosotros, a los reporteros, a tirarles sablazos a esos monstruos que son parte de una misma legión.
Me conmovió cuando al final de nuestros encuentros cibernéticos me dijiste que estabas satisfecho del trabajo que habíamos hecho y empezamos a hablar de otros asuntos, te mandé otros textos, más literarios, y me diste tus siempre virulentas opiniones.
Incluso, cuando me fui de Plaza, te pregunté, te consulté, me contaste tu experiencia. Me recomendaste que no me fuera porque en un diario tradicional estudiar iba a ser muy difícil y así lo fue.
Pero aclaraste, con las manos abiertas, que no habías terminado la universidad y que gracias a eso te habías marchado a El Paso, a trabajar en la Associated Press, y que a lo mejor, me dijiste, si te hubieras quedado a graduarte en la Landívar serías uno más trabajando en la secretaría de comunicación social de la presidencia al lado de Paco Cuevas, quien asegurabas que te aborrecía porque no quisiste repetir lo que él se había inventado: que los que botaron las Torres Gemelas habían pasado por Guatemala; una ilusión de Cuevas para hacerse notar, y pretendía que los demás reporteros lo secundaran. Te detestaba porque, cuando lo veías, lo puyabas: “Paco, ahí van los terroristas del 11 de septiembre, ve”.
Una vez, recuerdo, me enteré antes que nadie de la fecha en que iniciaba el juicio contra Ríos Montt. Yo la quería publicar de primero y saborear mi victoria, pero no me dejaste. Me pediste que me dirigiera al juzgado a corroborar la notificación. Yo estaba bravísimo y te intenté convencer de sacarla antes que todos. Y en eso, cuando yo ya había escrito la nota, Prensa Libre la subió. Aún ahí, no quisiste sacarla. Me dijiste que los medios también mentían y que nuestra tarea estaba en combatir precisamente eso. Tuve que ir, ver la fecha y hasta entonces salió, pero me felicitaste, por primera vez, por haberla conseguido.
Luego, yo ya en elPeriódico, todavía me ayudaste a escribir un par de textos. Me aclaraste que seguirías siendo mi editor si yo te lo pedía, ese amigo virtual, ya que nunca te vi sin una pantalla de por medio.
Ustedes no escriben, ustedes redactan. Escribir sólo Llorca
Cindy Espina
La vez que conocí a Juan Carlos Llorca me pidió disculpas. Sí, así fue, se disculpó conmigo por los errores que podía cometer al editar, pues era la primera vez que lo hacía. Yo no sabía nada, él era mi maestro y no lo iba a contradecir.
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Llorca no era el maestro más dulce y tampoco el más paciente. Era muy estricto, te regañaba con sarcasmo y hacia comentarios “ácidos” sobre tus notas. Cuando le comenté a Enrique Naveda, el coordinador de Plaza Pública, la forma en que Juan Carlos me trataba cuando me editaba, me dijo: “Para que aprendas. Puta, ustedes así quieren”. Y es cierto, así quería y todos deberían querer tener un maestro como Llorca.
Con Juan Carlos aprendí a buscar una palabra en la RAE antes de escribirla en el texto que “redactaba”, porque para él sólo García Márquez “escribía”. Pero yo creo que Llorca y García Márquez escribían.
Los consejos que me dio eran muchos, pero el que no olvidaré, porque siempre me lo repetía cuando supo que iba a cubrir el Congreso, fue: “no te vayas a dejar coger por los diputados”. Otro consejo que me dio fue que me arreglara más para conseguir información, porque un diputado me diría todo lo que yo quisiera con tal que una jovencita como yo le pusiera atención. Aunque este último no lo tomé. Su risa picara lo delataba.
Y por todo lo demás, gracias totales, Llorca. “Chow, un abrazo”.
Mítico Llorca
Daniel Villatoro
Tomo mi celular, tengo un mensaje de mi editor. El mensaje comienza con “compañeros… Juan Carlos Llorca murió hoy” y termina con “esto es demasiado triste”. Y lo es.
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A Llorca primero lo leí, pero luego le platiqué en una entrevista por Skype que organizó un catedrático. Llorca nos contaba sobre su vida como bloguero en “My life in Juárez”, esa bitácora de lo que le pasaba y cómo veía a Guatemala desde la cercanía y la distancia. Fue la primera vez que intenté impresionarlo con una pregunta complicada. Él no se inmutó.
Y así continúo nuestra relación a través de los correos que intercambiábamos por formar parte de Plaza Pública. Hablaba muy poco con él, escasas veces trabajamos juntos, lo oía platicar por Skype con los otros juniors, preguntando sobre lo que pasaba en Guatemala. Sólo una vez platicamos en persona.
Para mí Llorca era mítico. Su voz grave y la manera en que pronunciaba las palabras ayudaban a la mística de su persona. Hacía temer a aquél que le tenía que presentar un texto. Me hizo temblar un par de veces, y cuando me señalaba un error lo hacía con precisión y un humor mordaz.
Juan Carlos Llorca no sólo aportó a darle forma a esta Plaza Pública desde lo interno sino que con My life in Juárez sintetizó lo que muchos lectores en ocasiones sentíamos. Con dureza, incentivó las dudas en aquellos que tuvieron el chance de iniciar en el periodismo bajo su tutela, y en aquellos que leyeron su blog.
Ese ingente blog que cito:
al final de cuentas morimos todos los días y lo único que nos queda para recordarnos de nosotros como éramos es alguna raya sobre la piel, alguna mella en la mente, una impronta en el alma.
“Si me preguntan por vos, voy a decir que hasta el papel del baño te robabas en Plaza”
Ángel Mazariegos
La vida torna en cualquier esquina y sin aviso. Recuerdo cuando empecé con el rollo de ser periodista, quería cambiar al mundo o al menos contar Guatemala. Llegué a Plaza Pública años después, y supe qué era flotar por el aire sin paracaídas.
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Pero ahí mismo me topé con el aceite quemado con el que Llorca embadurnaba los textos, y supe que no hacía más que arrastrarme por el suelo con el carné de prensa.
Llegué a dudar si en realidad me iba a mantener en esa carrera, pero durante las llamadas en Skype, la tertulia en el chat de Gmail, y el palabrerío entre correos y llamadas cuando visitaba Guate, me di cuenta que si quería en realidad ser periodista, no había mejor maestría que la acidez de Shorca.
Resultó que más que editor, Llorca fue excelente compañero para detener la nota los domingos por la tarde, y hablar de la vida, de la familia, de la querida Xelajú. Siempre había tiempo para un regaño, el mismo tiempo que tenía para escuchar y platicar de cualquier otra cosa. El mismo tiempo que transcurrió durante el spanglish, la risa de desvelo y el humo de algún cigarro.
Recuerdo la segunda vez en que estuvimos por juntarnos –porque además era difícil poder verle en Guate–. “Vos, Angel, hacé un tiempo ‘ombre. Pedí permiso y juntémonos por una chela, antes que me vaya”. La vida puede ser tan predecible que aunque sabemos que acaba, es imposible estar preparados. Menos cuando la distancia carcome y no deja espacio para la despedida. Ni modo Shorca, la segunda chela queda pendiente.
Las anclas en tiempo de Wi-Fi
Gerardo del Valle
Son extrañas las ediciones a distancia: Sentarte frente a la computadora, abrir Skype y la nota corregida, ver la infinidad de marcas y leerlas entre el asombro por tu –ahora tan evidente– pésima redacción y la desesperada angustia de buscar al menos una frase redimible dentro del texto para poder defenderte.
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Segundos después, tener el telefonito azul retumbándote por los audífonos, anunciando la llegada de Juan Carlos Llorca. Esa voz sin más cara que la de su perfil de Google, que sin conocerte, sin haberte visto –como si la vista fuera licencia para una humillación personal- podía deshacer tus textos de la manera más acertada, ácida y directa.
Los primero textos que me tocó escribir cuando entré a Plaza Pública eran perfiles. Buscando información de los personajes entre las notas viejas de El Periódico empecé a dar cuenta del calibre de periodistas con los que estaba trabajando. En las notas más informativas y completas, encontraba casi siempre un denominador en común: la firma de Juan Carlos Llorca. Sus reportajes y las entradas a su blog My Life in Juarez son parte primordial de mi formación como periodista. Leer sus notas y que horas después estuviera destrozando las mías llegó a ser una tortura y un honor.
Por Llorca aprendí a dudar todo lo que te dicen las fuentes, el temor de saber que quien sea puede destrozar tus textos y que la mejor manera de evitar eso es hacerlos a prueba de bala, corroborando todo. Era un ancla inalámbrica, que te traía de vuelta a lo que importaba: encontrar la Verdad, esa Verdad con V mayúscula, consciente de lo utópica e inalcanzable que era.
Juan Carlos (que nunca me atreví a llamarlo así, siempre era Llorca) siempre fue eso para mí, la voz del otro lado de la computadora, un tipo de robot todo-conocedor, como la de Her, excepto que menos Scarlett Johansson y más Joe Pesci.
Ahora, un compañero junior, pregunta: “¿Qué podemos hacer para honrar a Llorca?” y yo, canalizando mi Llorca interno, intentando hacer honor a lo que me enseñó el maestro, contesto: “Vos no hagás ni mierda, vos intentá hacer buen periodismo”.
“Voy a trabajar, se cuida”. Pero él nunca se iba.
Ximena Lainfiesta
Después de esa llamada, lo busco entre mis mensajes recientes, con tal de recordarlo; con tal de verlo una vez más. Leerlo y sentirme de nuevo como si viviera. La fecha dice 10 de noviembre.
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Esa fue la última vez que hablamos.
Para poder explicar qué hizo él en mi vida, debo empezar con el día en que decidió mandarme un inbox y platicarle a la joven que acababa de iniciar su carrera de periodismo en Plaza Pública.
Mis oídos no quieren escucharlo, no quieren asimilar que esto sea cierto. Él hacía ejercicio, él comía saludable. Sus hijos, pienso, sus hijos. Lo mucho que me contaba sobre ellos, lo que les gustaba, lo que hacían, lo buen padre que él era. Recuerdo que él me lo dijo, me lo contó:
Miro sus fotos nuevamente y recuerdo las veces que charlamos por Skype, por Whatsapp, por inbox, por todo menos en persona. Él me había prometido que al volver íbamos a ir a Al Macarone de la sexta a comer pizzas en bolsas de plástico. Compartíamos ese placer por la comida.
Él no era un periodista, ni un conocido, él era mi mentor, mi amigo, la primera persona en la que pensaba en momentos de crisis, mi maestro de vida, mi escapatoria de la realidad. Él es la mejor persona que yo he conocido, porque era la más honesta.
Su humor, sus ganas de cambiar el mundo, de ser honesto, de decir las cosas como son. Me cambió. La primera lección que me dio fue sobre mi cuerpo, las críticas y las palabras que no debían aplastarme, no debía escucharlas, solo yo podía saber mi valor y mi belleza. Y como siempre, lo hizo de la mejor manera que podía, bromeando:
Me ayudó a endurecer mi coraza, a dejar afuera lo malo. Sigo leyendo sus lecciones, llorando, intentando imaginarlo aquí diciéndome que no sea ridícula, que llorar por los muertos es egoísmo y que lo único seguro es eso, la bendita muerte.
Siempre me sorprendió cómo podía parecer tan cínico, tan negro y ser la mejor persona que mi edad me ha permitido conocer. Me incomodaba, me sacaba de mi zona de confort. Me obligó a enfrentar mis miedos, a preguntarme quién era yo.
Existió una época en la que escribir me daba pavor, que me leyeran, que me criticaran, que no les gustara, y él me dijo que lo más importante no era triunfar, sino aprender y qué mejor que aprender tropezándose. Si yo pudiera hablarle a sus hijos les diría: él los quiso, él los ama. Más que todo, más que nada.
Cada vez que me contaba de ustedes no podía dejar de sonreír. Escuchar a un padre hablar así de sus hijos, con tanto amor. Me daba esperanzas.
-¿Usted para qué escribe?
Siga escribiendo, escriba para mí, para que yo logre entender el mundo en el que vivo.
Lo más impresionante siempre fue ver esa confianza y poca importancia que le daba a las opiniones ajenas. siempre siendo él mismo.
A veces siento que la persona que escribe eso es mi amigo y me lo escribe a mí, que es un amigo que inventa historias relacionadas a mi vida para que logre identificarme. Heme aquí después de un largo y quizás uno de los días más duros que me ha tocado sobrevivir, sentada en mi cama leyéndolo y llenándome de lágrimas. Puede que sea por eso que me empeño mucho en que usted sea mi amigo.
Y no sé porqué rayos le cuento estas cosas, quizás porque tengo esperanzas de que comprenda o que me responda. Pero sé que me responderá algo con sarcasmo lo cual no entenderé y discutiremos por horas sobre que yo siempre tiro la piedra y la escondo o cosas por el estilo.
-Juan Carlos, tengo miedo. ¿Puedo acompañarlo a donde vaya?
Rafa y Carlos, yo nunca los conocí en persona, pero su padre se encargó de presentármelos en todo su esplendor. Yo me reía con ustedes en sus aventuras y con sus ocurrencias. Si de algo no me queda duda es que él los ama. Con todo su ser, con toda su alma, con todo lo que puede existir de su persona.
Ahora me dirá que todo esto está muy largo, ambiguo, que lo reduzca, que deje tantas mamadas y sea clara.
Gracias, por darme vida, por dame consejos, por ser el mejor amigo a distancia que se puede tener. Por ser usted y regañarme, burlarse y demostrarme que la vida no se debe tomar a pecho, sino que vivirla. Nos vemos pronto.
-Buenas noches Juan Carlos, le hablo mañana.
Llorca, revisá esto cuando podás, por favor
José Andrés Ochoa
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preocupa que me diga que mis oraciones carecen de sentido, que estoy usando un anglicismo o que mi enfoque es completamente débil, inadecuado. Quiero contarle que me parecía un tipo brillante y un gran periodista, pero es probable que me pida no ser tan crédulo, y me mande a consultar más fuentes o leer testimonios, pues es un problema de los ‘junior’ el creernos lo primero que nos dicen.
Quiero hacerle saber que aprendí tanto de periodismo con él en tan poco tiempo, sus lecciones me marcaron tanto en esta profesión y en alguna ocasión quedamos en jugar Call of Duty, pero seguro anda ocupado y me responderá el correo cuando pueda, en ese tono firme pero sobrio tan suyo, no sin antes mandarme a la RAE a buscar la definición de ‘sobrio’.
Nunca te conocí, Juan Carlos, pero sabé que jamás volví a leer una nota o escuchar una conferencia de prensa sin antes preguntarme más de lo que se veía. Fuiste un brillante editor y me confirman varias fuentes que eras un tipo genial. Me entristece tanto, tanto tu adiós, pues siempre quise conocerte más, saber quién estaba detrás de ese fino humor y carácter. Quedará pendiente esa partida en el Playstation, ese correo que nunca respondiste y un apretón de manos para conocer a alguien que siempre admiré.
Estoy triste porque ya no estás, y más porque nunca pude decírtelo. Pero quiero que esta sea tu última edición. ¿Me harías el favor? Gracias por todo.
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