Recientemente lo visité y fue como entrar en un viejo museo de la vergüenza. Encima, me cobraron diez quetzales por tener el derecho a verlo, por sentir su olor no tan agradable, por dejar que el viento lleno de polvo rozara mis brazos, para que quizás despeinara por un rato mi cabello.
Fue en un día caluroso como éstos de julio que tanto nos han atormentado y fui allí quizás en busca de un poco de paz, con deseos de mirar algo verde, de sentir tranquilidad. Y me pregunté entonce...
Recientemente lo visité y fue como entrar en un viejo museo de la vergüenza. Encima, me cobraron diez quetzales por tener el derecho a verlo, por sentir su olor no tan agradable, por dejar que el viento lleno de polvo rozara mis brazos, para que quizás despeinara por un rato mi cabello.
Fue en un día caluroso como éstos de julio que tanto nos han atormentado y fui allí quizás en busca de un poco de paz, con deseos de mirar algo verde, de sentir tranquilidad. Y me pregunté entonces a quién en su sano juicio se le ocurrió la perversa idea de cobrar por ver, si lo único que hay es un moribundo cuasi sepultado en su propia y enorme tumba verde. Tal vez sea la avaricia de algún funcionario para ganar dinero, espantando las pocas visitas que aún recibe este coloso en estado de coma.
Me senté frente a él y lo único que vi y constaté fue desolación. De pronto sentí como si me hubiera trasladado en el tiempo y la historia a una de esas regiones húmedas y malolientes detenidas entre las ondas calurosas mientras sus habitantes parecieran salir de algún lugar de ultratumba con los huesos rotos, las esperanzas raídas, la desesperanza a cuestas. No estaba ya en Guatemala sino en un pedazo de ese territorio cercano al Macondo de García Márquez, donde hasta los zancudos huyen porque no hay ya nada qué hacer.
No más rodeos: me refiero al lago de Amatitlán.
No redundaré hoy en las causas que lo mantienen en estado agónico ni en sus también conocidos asesinos. No hablaré tampoco de los esfuerzos de muchos valientes por tratar de salvarlo. Lo cierto es que ahora es un gigante que aceptó su muerte, y con él todo a su alrededor. Las calles, el ambiente, la gente misma pareciera que están como salidos de una ficción de esas que espeluznan por lo tremendo de su tragedia. Porque en las cercanías del lago y con él, yacen las muestras de su inminente muerte: los restos de un teleférico que no funciona, unas embarcaciones vacías, el olor a aceite requemado una y otra vez de las mojarras, las moscas, los letreros que solicitan no tirar basura en el suelo y la ausencia de basureros, los vendedores ambulantes cargando su mercancía, los perros callejeros flacos y hambrientos, algún niño nadando en esas aguas contaminadas, dos o tres parejas de enamorados, los tríos en busca de clientes para entonar rancheras, los restaurantes vacíos, las mesas solitarias, los dulces envejeciéndose, algunos ilusos tratando de pescar en las orillas. En fin, un cuadro detenido, nada de nada.
Qué triste, de verdad, visitar al moribundo.
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