Un reconocimiento otorgado a un equipo que ha sido pionero en un trabajo absolutamente voluntario y sistemático desde hace casi dos décadas. Con Eduardo Arathoon Pérez como pionero en la organización e institucionalización del tratamiento del VIH-sida hemos ido saliendo casi de las cavernas en la atención a la pandemia.
Al inicio, ni un solo hospital nacional contaba con protocolos, y mucho menos con tratamientos, para las personas infectadas por el VIH o con sida. Luego, esfuerzos de infectólogos como Arathoon en el San Juan de Dios y Carlos Mejía en el Roosevelt, así como Rubén Mayorga, representaron los primeros pasos de un proyecto que poco a poco tomó alas hasta contar con una clínica especializada.
El Programa Mundial del Sida y el Programa Nacional del Sida son las entidades estatales, internacional y nacional respectivamente, que hoy en día representan la institucionalidad frente al VIH-sida. Sin embargo, al principio, cuando se requería una inversión fuerte en acciones preventivas y educativas, la carga total estuvo en los hombros de los pioneros y las pioneras en la respuesta nacional al virus y a la enfermedad. Donaciones particulares dentro y fuera de Guatemala constituyeron el patrimonio con el cual se inició la atención que tuvo como punto de partida contar con las capacidades básicas de diagnóstico.
Más de un cuarto de siglo después, los avances en el proceso de identificación del hongo de la histoplasmosis son un aporte valioso. Originalmente, el diagnóstico podía durar hasta dos semanas, tiempo en el cual las personas afectadas podían morir, incluso antes de saber con exactitud qué les había provocado la sintomatología. El trabajo en el laboratorio de la clínica ha llegado a reducir en más del 90 % el tiempo de diagnóstico, un logro en el que Blanca Samayoa ha sido un pilar fundamental.
Es decir, en el contexto de una afección como el VIH-sida, resulta sorprendente que pueda haber noticias que representen logros en el marco del sistema de salud en el país. Sin embargo, no solo es real, sino que se presenta como la muestra palpable de que se puede hacer, y bien, bajo una condición básica: la actuación ética.
Una conducta y una actuación que constituyen el eje transversal de quienes han sido labradores y labradoras, incluso en el desierto de la indiferencia, con humildad, con persistencia, casi en el anonimato, pero con un alto nivel de honradez a toda prueba. Y allí radica la clave del éxito en el empeño sostenido de quienes, con magros recursos del Estado y con aportes con sentido humano desde el ámbito privado nacional e internacional, dan vida a un proyecto de tal naturaleza.
Veintiocho años atrás, Eduardo Arathoon recorría las clínicas del San Juan de Dios intentando convencer a las autoridades nosocomiales de la necesidad de informarse sobre la epidemia y de la importancia de preparar protocolos de atención. Hoy, él, Mejía y Mayorga son reconocidos precisamente por su capacidad de construir de la nada un andamiaje institucional de respuesta y atención al VIH-sida. Un camino cuyo recorrido no puede completarse si el Estado no asume su tarea de educar en la prevención y a la vez proveer recursos para la atención. Pero eso requiere que el sistema de salud goce de buena salud para estar a la altura de las exigencias.
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