Sin embargo, este conflicto casi provinciano marcó a muchos ticos, incluida mi madre, que después de 40 años aún seguía sacando a ventilar sus demonios de aquel conflicto armado. Por eso, cada cuatro años, cuando llegaba a las urnas electorales a emitir su voto, gritaba a viva voz que primero se cortaría el dedo antes que votar por los pillos calderonistas. Claro, a esas alturas de la historia los actores sociales habían cambiado. Pero a ella poco le importaba. Su miedo seguía intacto y sus demonios también.
Para una sociedad es difícil resolver la convivencia social después de un conflicto. Lo que cuento de mi madre era la norma para muchos ticos que vivieron aquella época de conflicto.
Por eso no me extraña que a Guatemala, con apenas 20 años de haber firmado la paz de un conflicto que duró 36 años (no cinco semanas, como en Costa Rica) y que dejó más de 200 000 muertos, aún le sigan doliendo las heridas pasadas. Los dolores personales tardan mucho en sanar, pero los dolores sociales parten la sociedad y sobreponerse a esta división cuesta tiempo. De ahí que a veces parezca atrapada en dicotomías interminables.
Una de estas divergencias que están en boga en estos días es la división entre lo rural y lo urbano. Los enemigos de antaño se aprestan ya a tomar bando. La derecha empresarial toma posesión de la agenda urbana mientras la izquierda embandera la agenda rural. En esta batalla reinan las desconfianzas, los tropiezos, la lucha por ver quién es más fuerte, quién gana. Poco importa hacer un análisis histórico que permita ver el pasado con objetividad y plantear un futuro donde quepamos todos. Ante cualquier realidad se imponen el prejuicio y la desconfianza.
Sin embargo, es necesario dejar las dudas y los miedos para alzar la vista y crear un nuevo contrato o acuerdo social que coloque a Guatemala en el siglo XXI. Hacerlo no es tarea fácil, pero el truco está en ver hacia delante, en soñar el país que heredarán nuestros hijos y nietos, en estirar el cuello e imaginar lo que seremos en 40 o 50 años. Planear a largo plazo no debería serle algo ajeno a Guatemala, pues los antepasados mayas nos heredaron la destreza de contar el tiempo en cuentas largas.
Debemos preguntarnos y respondernos sin engaños cuántos seremos, dónde viviremos y qué comeremos en el 2050. Las proyecciones de población vaticinan que seremos más de 24 millones de almas, la gran mayoría de estas (75 % o más) viviendo en ciudades.
Desde hace mucho tiempo, la agricultura no representa el motor de la economía guatemalteca. Nuestro futuro es urbano y, por tanto, nuestro desarrollo no puede estar atado a los grandes latifundios ni al uso intensivo de mano de obra de bajo costo para la producción a gran escala. La Guatemala del 2050 necesita aumentar la productividad basada en el desarrollo tecnológico y en el capital humano especializado. El uso del suelo habrá que redefinirlo de acuerdo con las prioridades sociales, ambientales y productivas.
Pero lo más importante es que desde ya nos quitemos los miedos, los rencores, las desconfianzas, y, sobre todo, que dejemos de pensar en el yo y comencemos a pensar en el nosotros. Porque en estos 108 889 kilómetros cuadrados tenemos que vivir, comer y trabajar todos.
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