Pasamos de ver el sexo como pecado y tabú a consumirlo sin reparos a cualquier hora del día en la televisión, en el cine, en el internet, en la publicidad, en los libros, en los diarios y en las columnas de opinión. Hasta los cantantes (particularmente las mujeres) se desvisten en sus videos como si ya no bastara su voz o la calidad de sus composiciones. Ahora tienen que mostrar sus tetas y sus traseros para ser celebridades.
El sexo nos sale hasta en la sopa. Si tiene sexo, se vende. Es la ley del mercado.
No me juzguen mojigata, que también el sexo es lo mío. Lo disfruto a plenitud y con la frecuencia que amerite. Sin embargo, creo que como sociedad estamos con sobrepeso de sexo. Un sexo que además es de tan mala calidad que solo nos engorda, pero no nos alimenta. Es sexo chatarra. Un sexo que no inspira. Sexo que no toma tiempo ni sentido, que solo se hace para cumplir con el requisito.
Estamos tan enfocados en copular que a menudo nos olvidamos del valor nutritivo que tiene el erotismo. Ese nutriente esencial (además de delicioso) que hace del sexo un deleite único y placentero (para todas las partes involucradas).
Para desgracia nuestra, el mercado no le apuntó al erotismo como mercancía porque es más abstracto y elaborado. Cambia con la historia, el clima, las geografías, la edad, el género y los temperamentos, según lo apuntó muy bien Octavio Paz. El mercado prefirió apostarle al instinto animal, a lo más básico, al sexo. Así hemos llegado a esta desnutrición crónica de erotismo.
Rescatar el erotismo es en este momento una tarea subversiva en contra del mercado, además de necesaria para preservar el sexo y el amor entre pares.
El sexo tiene límites físicos y reales. Según el Kamasutra, y suponiendo que todos tenemos superpoderes elásticos, podemos llegar a 64 poses. Aunque la realidad es que la mayoría de los mortales nos quedamos contentos con cuatro. La quinta, solo si vivimos para contarlo.
En cambio, el erotismo, al ser producto de la imaginación, es una fuente infinita de placer. En mi imaginación puedo convocar encuentros sexuales dentro de una rosa, en una botella de miel, sobre una nube o en un planeta imaginario. Puedo pensar que es ahora mientras escribo o dentro de mil años. Puedo creer que soy una diosa griega y tú un dinosaurio y hasta puedo escuchar una sinfonía de gemidos jurásicos mientras copulamos.
Nada más erótico que imaginar que yo te quito la ropa con sigilo mientras tú me la arrancas de un plumazo, pero después hacemos el amor vestidos. Total. En este mundo imaginario, cualquier cosa es posible, hasta que me comas de un mordisco como si fuera un bocado.
El erotismo es insaciable, eterno, incluso extravagante. Por eso somos capaces de copular con seres imaginarios, como ya lo dijo Octavio Paz. De ahí que en las noches estrelladas imagine que me convierto en Venus y tú en Orión. En la soledad del firmamento te miro con malicia mientras arranco tu cinturón. Es mi manera particular de pedirte un polvo estelar.
Ya lo dije en Facebook y lo repito ahora en Plaza Pública por si acaso. Cuando muera, quiero que así diga mi epitafio: «Aquí yace una mujer que encontró erotismo hasta debajo de las piedras».
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