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Un lugar que arde

Con esa misma expresión en el rostro, entre los hierros retorcidos que dejó el calor, entre el agua que se ha mezclado con la ceniza, varias siluetas escarban en la oscuridad.
Los Bomberos Municipales y Voluntarios, emplearon 2.3 millones de litros de agua para apagar el incendio.
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Un lugar que arde

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Oscuridad y ceniza. Aún el aire está caliente: es humo y también polvo. Es humo que estorba en la vista, es polvo en cada inhalación. “Es como después de una guerra, de un infierno”, dice Vitalino Ortiz en la oscuridad, al final de un largo pasillo sin luz, en el primer nivel del –así le llaman– “mercado techado” de la Terminal, el mayor centro de distribución de productos de Guatemala.

Hace tan solo unas horas, este lugar, este mercado tan grande, era una enorme fogata ardiendo en medio de la ciudad. Ahora, entre la ceniza, cuando Vitalino dice “es como si hubiera estallado una bomba”, el fuego se ha calmado, pero ha dejado una huella alrededor.
A esta hora, ya tarde, pareciera que lo malo –el fuego, el daño–  ha pasado, y que lo peor –darse cuenta que poco de lo propio ha quedado en pie– está por venir. Es una bofetada. Y por lo tanto, es algo que se asimila en una especie de trance. “Lleva tiempo”, intenta sonreír Vitalino aunque luego, con la voz entrecortada, no lo logrará conseguir.

Está triste en realidad.

Así, con esa misma expresión en el rostro, entre los hierros retorcidos que dejó el calor, entre el agua que se ha mezclado con la ceniza, varias siluetas escarban en la oscuridad. En cada pasillo, las filas de personas con la mirada pérdida acarrean cajas, cartones, productos, son interminables. De un lado a otro alguien, con una mirada de susto, corre. De un local calcinado a otro, alguien con desconsuelo saca objetos chamuscados a la calle. Cientos de trabajadores municipales, en medio del barullo, retiran los restos de la Terminal en camiones de basura. En otro lugar alguien, con algo de rabia, se ocupa de apagar algún fuego que podría renovarse. Cuadrillas del Ministerio de Comunicación también se encargan de llevarse el ripio, las láminas calcinadas, la madera. Saltando de charco en charco, los niños, estos sí, en alboroto, como pequeñas aves de rapiña, recorren las ruinas del mercado con el apuro de encontrar chatarra y cobre para vender. Y entre tanto desorden, agua sucia, ruinas, no falta alguien con ganas de llorar.
“Sacamos lo que pudimos”, explica una señora, triste, en un local que vendía huipiles.

“No tuvimos una oportunidad. Cuando llegamos a las 5 de la mañana el fuego había llegado hasta acá”, dice doña Cruza Velásquez examinando las paredes negras que ahora rodean su comedor. Ella ha puesto una vela para pasar la noche y dice, decidida, que permanecerá así, al cuidado de sus cosas, las 72 horas completas en las que, según las autoridades de la Empresa Guatemalteca de Energía, no habrá energía eléctrica en el mercado. 
El fuego, según indican algunos vendedores en la Terminal, empezó en la madrugada, a la 1 a.m. ¿Dónde? No hay un lugar específico. Aunque en el “mercado techado” varios señalan un posible origen: “el muro que divide las rampas del primer y segundo nivel, allí parece que empezó”, dice Óscar Méndez, al lado de su puesto calcinado de cerámicas y porcelanas. Él y su familia,  indica, lo han perdido todo.

La mayor parte de la gente, a esta hora, busca algo que se pueda recuperar. Cualquier cosa, no importa, esa es la consigna. A veces, buscar significa cavar hondo entre la ceniza, encontrar algo que todavía pueda servir y guardarlo para una posible venta, para un posible uso. Así pasa en algunos puestos que se dedicaban a la venta de granos y abarrotes. "Aún se puede usar el achiote", gritaba, a ratos, un vendedor que recogía granos rojos entre las cenizas. Las manos se sumergían en las aguas negras, bajo la ceniza y el carbón, una y otra vez, atentas a lo que pudiera ser rescatado y reutilizable. En la misma tarea, otra familia recuperaba parte del maicillo que el fuego no había consumido. “Sirve todavía”, se les oye con tono de esperanza. 

“El Presidente (Otto Pérez Molina) nos vino a ver cómo estábamos”, dice Rosario Ajca, en un puesto de comida también calcinado, “nos mandó a gente del ministerio de carreteras, a gente del ejército, pero no sabemos muy bien si esa ayuda es para que votemos por su partido o si sale de su corazón. No sabemos”, agrega, quieta, en medio de la inquieta muchedumbre.

En uno de los pasillos, entre más escombros, un anciano de nombre Lázaro sospecha que el incendio no fue accidental. “Hay gente que siempre ha querido sacarnos. Dicen que quieren ordenar la Terminal. Pero la Terminal tiene su propio orden. Y nunca, por ello, hemos tenido problemas”.


–¿Quién ha querido sacarlos?

–El Alcalde –dice el anciano.

–¿El Alcalde, Álvaro Arzú?

–Yo he vivido varios incendios en la Terminal. Este ha sido el peor, el peor en muchos años. Todos en la Terminal sabemos que quieren sacar nuestro mercado fuera de la ciudad. Y buscan una excusa para hacerlo. Pero no. Nosotros resistimos. Aquí lo que queda para muchos es empezar de nuevo. Será nuestra manera de resistir, con resignación –el anciano mueve sus manos y dibuja una cruz en su pecho.

El incendio, dice el anciano, consumió casi en totalidad el “mercado techado”. Es el área en que la Terminal empezó, con algo de formalidad, hace más de cincuenta años. Desde entonces ha crecido y ocupa varias manzanas a la redonda. Hoy, los bomberos municipales y voluntarios, emplearon 2.3 millones de litros de agua para apagar el incendio. “El agua fue escasa”, repiten por allí: “no había en los hidrantes”. En este mercado que parece una ciudad, una ciudad gigante, un centro de negocios, de mercado informal, las autoridades municipales decidieron inhabilitar los hidrantes a causa de los constantes robos que se hace en esta zona para estas herramientas que utilizan los bomberos, justificaron. “Hay agua que usaremos de la bomba municipal”, explicó Arzú en una visita fugaz durante la mañana. Casi 10 horas fueron necesarias para que el fuego, finalmente, fuera controlado. Más de 3 mil locales quedaron calcinados.

Alrededor del área afectada por el fuego, los vendedores se han organizado. Hay, ahora, pequeños campamentos de gente triste, de gente inexpresiva, con los rostros llenos de tizne. Pero a pesar de ello, siguen vendiendo. “Q25 el tonel, un tonel calcinado”, grita una muchacha. Han empezado a vender lo poco que se ha podido recuperar entre la ceniza. No tan lejos del lugar en que las llamas consumieron todo, la vida del mercado ha retomado su pulso: los negocios. Es un mercado que resiste, a pesar de todo, mientras la gente sacude la ceniza de su cuerpo, de su mente.

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