En aquella primavera de 1970, 20 millones de estadounidenses se movilizaron por todo el país para alertar sobre el deterioro ambiental, el nocivo impacto del desarrollo industrial en los niveles de contaminación y sus efectos en la salud pública. Nacía así uno de los movimientos sociales de concientización ambiental más reconocidos, que dos décadas después se convertiría en un movimiento global.
El medio ambiente y la fragilidad del planeta debido al cambio climático siguen siendo temas centrales en nuestro destino común, más ahora con la pandemia de un nuevo virus que es tan impredecible como letal y que no distingue fronteras. Y es que, como muy bien explica en este artículo el ingeniero y sociólogo Justino Gálvez, existe una estrecha relación entre el crecimiento económico desenfrenado, los efectos ecológicos y el impacto del covid-19 en cada una de nuestras sociedades, sobre todo donde los ecosistemas son vulnerables.
Gálvez elabora una reseña de sesudas perspectivas de grandes pensadores de nuestro tiempo sobre el significado e impacto de la pandemia. Varias de ellas se centran en la preponderancia del mercado versus el papel cada vez más débil de los Estados nacionales y de sus liderazgos para prevenir y manejar una crisis de tanta envergadura. Colige que «la correlación global de fuerzas entre el crecimiento económico desenfrenado y el cuidado de la vida seguirá favoreciendo al primero».
Y de estos efectos nocivos sobre la vida querían alertar aquellos activistas y políticos visionarios: de la contaminación del aire y del agua, de derrames de petróleo, del uso de pesticidas tóxicos en la agroindustria y de la extinción gradual de especies animales producto de esa fe ciega en un crecimiento económico basado en 150 años de desarrollo industrial sin regulaciones, motor de una sociedad del consumo y del despilfarro.
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Es de notar que, si bien este movimiento fue iniciado por un senador demócrata por Wisconsin, Gaylord Nelson, el joven representante logró una alineación política con el congresista republicano Pete McCloskey y otras fuerzas conservadoras para activarlo. Esos eran todavía los tiempos en que se podían dirimir las diferencias ideológicas en favor de los intereses más altos de la humanidad con base en evidencia e investigación científica.
A raíz de esta campaña nacional, a finales de 1970 se estableció la Agencia de Protección Ambiental de Estados Unidos y se sancionaron leyes únicas en su género, entre ellas la Ley Nacional de Educación Ambiental, la Ley de Aire Limpio, la Ley de Agua Limpia y la Ley sobre Especies en Peligro.
Durante la actual crisis del covid-19, ese tipo de entendimiento, necesario para favorecer la salud pública sobre los intereses económicos, ha sido muy raro a causa de la intensa polarización entre los dos principales partidos políticos que dominan la agenda pública. El liderazgo errático y caprichudo del presidente estadounidense se ha centrado en politizar un tema de salud pública sobre su imagen y candidatura para las elecciones de noviembre. Pese a conocer la seriedad de la pandemia desde enero, su incapacidad de generar unidad nacional allende las diferencias ideológicas no ha ayudado tampoco a encontrar soluciones rápidas frente a un sistema de salud fragmentado, privatizado, basado en rentabilidad y sin capacidad real para prever y responder a estas emergencias. Cada estado ha debido ingeniárselas para ganar tiempo y salvar vidas mientras su economía se derrumba. La ciudad de Nueva York ya no es hoy el epicentro de las finanzas mundiales, sino el de una pandemia colosal.
Irónicamente, las medidas de confinamiento y de distancia física han ofrecido un respiro al medio ambiente, con una mejora temporal de la calidad del aire y del agua. Pero es de advertir, como señala Gálvez, que los impactos de esta epidemia se suman a la ya existente crisis ambiental de largo alcance, de tal forma que, entre los temas que hoy a todos preocupa, valga la celebración simbólica aunque agridulce del Día de la Tierra. Hagamos una pausa y comprometámonos a acciones individuales y colectivas que conduzcan a una agenda de políticas públicas en la que un nuevo modelo de desarrollo humano, el del buen vivir, ceda a la voracidad de un capitalismo que más bien sale sobrando ante este tipo de cataclismos.
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