La presentación de un estudio relativo a la problemática fiscal en Guatemala pudo haber pasado desapercibido esta semana. Los medios no suelen cubrir con gran entusiasmo estos eventos porque sus anunciantes no simpatizan con el discurso del Instituto Centroamericano de Estudios Fiscales (Icefi), que sistemáticamente ha argumentado la necesidad de una modernización fiscal. Pero esta ocasión era diferente. Entre los invitados se encontraba el comisionado Iván Velásquez, titular de la Cicig, quien en su intervención sugirió que se analizara un impuesto a los grandes patrimonios que contribuyera a financiar la lucha contra la impunidad y la modernización del sistema de justicia.
A ese respecto, Fernando Carrera sugiere que Velásquez se equivocó al proponer un nuevo impuesto, toda vez que el tema no estaba en la propuesta del Icefi. Discrepo con Carrera. Desde mi punto de vista, la declaración del comisionado fue un acto calculado, preciso, y no hubo ninguna equivocación. Velásquez, utilizando su capital político, puso en primera plana la propuesta del Icefi y una idea que confronta el discurso empresarial, que no admite siquiera que ocurra un debate político que oriente la modernización fiscal[1].
La noticia cayó entonces como balde de agua fría en las espaldas del empresariado guatemalteco, que, aglutinado en el Cacif, expresó su simpatía por el comisionado y un inmediato y rotundo no a cualquier nuevo tributo. Y como era de esperarse en estos casos, la frase que se escuchó insistentemente es que «no es el momento adecuado para hablar de nuevos impuestos». Y los argumentos que siguieron y que comento se resumen así:
- En lugar de aumentar los impuestos es necesario optimizar la calidad del gasto y la inversión. Asimismo, la recaudación debe incrementarse mediante el combate de la corrupción y del contrabando. Este discurso lo hemos escuchado por los últimos 20 años, igual que la frase anotada arriba: «No es el momento…».
- El tributo sugerido por el comisionado Velásquez se inspira en una situación similar en Colombia, donde el empresariado se solidarizó con un impuesto temporal precisamente para el fortalecimiento del sistema de justicia. La réplica del empresariado guatemalteco es que las condiciones de Colombia y Guatemala son distintas.
- De nuevo surgió el dato aportado por la Fundación Libertad y Desarrollo que varios empresarios nos repitieron: las empresas guatemaltecas pagan un 3.5 % de impuestos con relación al PIB, lo cual es superior al promedio de la OCDE. A ese respecto, resulta pueril argumentar que no podemos comparar a Guatemala con Colombia para aprender de su modelo de tributación, pero sí podemos comparar a Guatemala con los países ricos de la OCDE cuando conviene. Y particularmente porque el mensaje de fondo es que los empresarios en Guatemala ya pagan más impuestos que los empresarios de países ricos, y con ello se pretenden descartar de antemano los impuestos progresivos.
Este último argumento merece una explicación adicional. En efecto, los datos que ofrece la OCDE[2] coinciden con el estudio presentado por la Fundación Libertad y Desarrollo. Es decir, la tributación media sobre la renta de los países miembros de la OCDE respecto al PIB es del 2.9 %, y una aritmética sencilla arroja que los impuestos directos en Guatemala (impuesto sobre la renta —ISR—e impuesto de solidaridad —ISO—) corresponden a un 3.5 % del PIB. Hasta allí todo luce como el argumento perfecto para descartar impuestos progresivos. Sin embargo, la medición del PIB en Guatemala no contempla la actividad económica informal, algo que podría alterar las alegres cifras esgrimidas por el Cacif.
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Pero lo más importante es que las élites guatemaltecas deberían avergonzarse de que la mayoría de la población viva bajo la línea de la pobreza y de que el bienestar jamás haya llegado a esas personas después de 40 años de acumulación neoliberal. Precisamente por esa razón no hay una clase media que tribute significativamente. Y es natural que el pago del ISR y del ISO de la élite empresarial sea superior en términos relativos a la media de la OCDE. Su indicador de oro (3.5 % del PIB) es en realidad un indicador de la vergüenza, pues desnuda la exclusión y el fracaso de un modelo en el que solo unas pocas personas tributan sobre la renta porque las demás apenas sobreviven.
Pero debemos regresar a las declaraciones del comisionado Velásquez. En esta ocasión el Cacif no pudo ejercer con facilidad el derecho de veto, que históricamente ha utilizado ante cualquier intento de modernización fiscal. No hubo una respuesta granítica desde otros sectores, e incluso en algunos medios de prensa se discutió la necesidad de analizar la idea. Esto pudo haber motivado que en poco tiempo el Cacif haya pasado del rotundo no a admitir que es necesario el análisis de una «reforma fiscal integral», algo que, dados los antecedentes, puede tener múltiples interpretaciones.
Mi lectura de esta coyuntura es que, en efecto, el comisionado usó un cartucho de mediano calibre para debilitar la granítica negativa de las élites empresariales, que parecen encontrarse a gusto contemplando los avances logrados con la cooperación internacional, pero sin querer sacrificar una porción de su riqueza para garantizar un país gobernable, donde se garanticen sus intereses.
En relación con los argumentos de la cúpula empresarial, coincido en que la base tributaria debe ampliarse y en que la calidad del gasto es fundamental. Coincido también en que deben recortarse rubros que han sido utilizados para fines clientelares, como el programa de fertilizantes. Sin embargo, aun con medidas puntuales, el proyecto de presupuesto para 2016 apenas si cubre gastos de funcionamiento y otras obligaciones. A lo anterior agreguemos que el nuevo gobierno recibirá un aparato estatal colapsado. La calamitosa situación de los hospitales públicos es solo una muestra de lo que nos espera en 2016.
De esa cuenta, es positivo que el presidente del Cacif, licenciado Jorge Briz, haya aceptado que es posible analizar una reforma fiscal integral. Por supuesto será interesante conocer qué entiende el Cacif por reforma fiscal integral.
En una columna anterior propuse un plan que permita una transferencia de capacidades desde la Cicig, lo que implica cuantiosos recursos. Y esa posibilidad puede materializarse si el presidente electo, James Morales, cumple su promesa de solicitar un mandato extendido de la Cicig por seis años, toda vez que eso permitiría una planificación de mediano plazo y mayor certeza en el desarrollo institucional del sector justicia. Por supuesto ese plan no puede financiarse con la cooperación externa. Como nación tenemos la responsabilidad de asumir los costos del sistema de justicia que necesitamos y merecemos.
Finalmente, no soy muy optimista con las declaraciones del Cacif. Históricamente, la élite empresarial ha construido hegemonía, incluyendo el imaginario de la satanización del Estado y de la tributación. De esa manera, el debate, si ocurre, puede descartar rápidamente los impuestos directos a la renta o al patrimonio. Si ocurre una reforma fiscal, creo que se modificarán otras tasas y, dependiendo de la correlación de fuerzas, tal vez se incremente la tasa del IVA, que, como mencioné en otra columna, es un mal menor, más fácil de aceptar para las élites guatemaltecas.
Si llegamos a presenciar una reforma fiscal incluyente, espero equivocarme. Me encantaría reconocer que existe en Guatemala una élite empresarial a la altura de su responsabilidad histórica.
[1] Al respecto, véase el inveterado derecho de veto que las élites empresariales han ejercido de facto contra cualquier intento de modernización fiscal. Fuentes Knight, J. (2011). Rendición de cuentas. Guatemala: F&G Editores.
[2] OCDE (2015). Tax on corporate profits (indicador). DOI: 10.1787/d30cc412-en (visitado el 13 de noviembre de 2015). Cita sugerida por el sitio http://www.oecd.org.
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