Es posible que mi memoria introduzca alguna inexactitud, pero recuerdo que un día, al poco de haberme instalado en Roma, descubrí en mi casa alejada del centro que aquella misma tarde Eco llegaría a la ciudad para participar en una charla sobre un recóndito traductor brasileño en algún auditorio minúsculo. De inmediato tomé el metro, salí corriendo hacia la primera librería y compré un libro suyo. Era un libro que no me sonaba en una humilde edición de bolsillo. Se titulaba, con título también humilde, Diario minimo, y contenía una compilación de viejos textos juguetones publicados en prensa a lo largo de bastantes años. Yo todavía lo ignoraba, pero acababa de adquirir un volumen maravilloso. Cuando llegué al auditorio, busqué un lugar cercano pero separado de la primera fila y avancé en los artículos hasta que Eco se instaló a tres o cuatro metros de distancia, en una silla metálica y de plástico. Debía de llevar una oscura gabardina. Debía de ser febrero o marzo. Debía de hacer frío. Debió de dejarla colgando del respaldo. Luego, durante más de una hora lo miré con intensidad juvenil mientras hablaba y también cuando le tocaba escuchar. Su presencia parecía llenar toda la sala. Y pese a su postura distinguida pero nada elegante, sus gestos magnetizaban a todo el auditorio, hasta a los más imperceptibles. Tomaba una posición y una actitud sobre la silla que eran sin duda raras, un poco simpáticas. Los pies de Eco bailaban todo el tiempo a un ritmo que no tenía nada que ver con la mortífera conferencia, y sus piernas se estiraban como las de un estudiante universitario. Pero su tronco, siempre recto, se acercaba o se alejaba de la mesa como si estuviera batallando con unos tirantes demasiado rígidos, demasiado breves, demasiado tensos. (Llevaba, claro, tirantes, y aquel día era el primero en que lo vi sin su icónica barba de otra época). O tal vez solo se estaba desperezando. Al terminar la charla lo abordé en el pasillo.
«Umberto», musité, intimidado (era alto, y era pesado, y era grande en un sentido físico pero también filosófico). Y levantando un poco la edición de bolsillo, que tenía una portada verde, «lei puó farmi una... un... uuuna dedica?»
Se aproximó con un interés calculado y me observó introspectivamente, como si acabara de ocurrírsele algo.
Me pidió el libro y, mientras lo escrutaba con una mirada que parecía atravesada por un relámpago de malicia, preguntó «Questo libro è mio?» ajustándose teatralmente los anteojos y alzando de manera desproporcionada la voz y el ejemplar, como si quisiera verlo al trasluz. Su duda me hizo sentir un tibio escalofrío de vergüenza, y no acerté a responderle más que con un hilo de voz tan delgado como el último resto de agua que se ahoga en el alcantarillado. Estábamos solos en el corredor, a un paso el uno del otro, pero había gente no muy lejos.
Susurré:
«Sí. Es Diario minimo», y debió de escapárseme una mueca moribunda.
«¡Ja!», exclamó con una risotada. Y elevando aún más el tono de voz (un fogonazo ya, un trueno) reclamó exitosamente la mirada de todos aquellos intelectuales de conversatorio, que comenzaban a desfilar por el corredor. «¡Más vale asegurarse!», continuó. «Una vez, cuando yo daba clases en Boloña, un estudiante se me acercó con un libro y me pidió que se lo firmara. Cuando me lo entregó vi en la tapa que era la Crítica de la razón pura».
Eco se detuvo un instante, y yo debí de ensayar una sonrisa boba, vacuna, mientras intuyo que él esperaba a que yo, lector suyo, diera alguna muestra de humor o inteligencia y preguntara al menos: «¿Qué hizo usted?». Pero ante la presencia impetuosa y expansiva de aquel ser que había concebido El nombre de la rosa y Kant y el ornitorrinco me sentía diminuto, gaseoso, y mi cerebro parecía haberse reducido a una suerte de planeta inhóspito o de mar gélido y crocante.
No dije nada.
No
pude
decir
nada.
Pero en ese momento, desde el fondo del pasillo, alguien gritó certeramente:
«¿Qué hizo usted?».
Sin dejar de mirarme, Eco rotó apenas unos grados, lento y preciso como un voluminoso cuerpo celeste, y respondió:
«Tomé el bolígrafo y escribí: "Afectuosamente, Immanuel Kant"».
Todos rieron. O sería más preciso decir que ostentaron sus carcajadas frente al adorado. Pero fue la risa de Eco la que me estremeció y me despertó, una risa palatal y crujiente aquella vez, reiterativa como una reverberación telúrica.
«¿Y qué le dijo él?», le pregunté.
«Nada», replicó complacido mientras sacaba su pluma y comenzaba a rubricar la primera página de Diario minimo. «Tomó el libro y se perdió feliz entre las aulas». Luego tapó su estilográfica —creo que era una estilográfica—, se la guardó en el bolso interior del saco, depositó el volumen en mis manos y echó a andar acompañado por aquella fiel marabunta de peripatéticos.
Yo esperé unos segundos a que se alejara el grupo salvaje. Entonces levanté la tapa y sonreí con una sonrisa equidistante de la alegría y de la nostalgia, si es que no son una misma cosa. En las primeras páginas del libro, descubrí con complicidad, no había ni rastro del filósofo Immanuel Kant.
Más de este autor