El proceso electoral estadounidense a esta altura de las primarias ha cobrado un interés casi mundial. ¿Por qué? Pues precisamente por los dichos y hechos del magnate de la construcción ahora transmutado en candidato político. El comportamiento y gravedad de las declaraciones de Donald Trump deben de entenderse en su carácter de outsider del tipo party–tolerant. Es decir, hubiese podido ser aún más radical pero en razón del principio político que establece que los marcos institucionales afectan las identidades políticas, pues Trump ha “corrido” no con un tercer partido sino con uno de los dos establecidos en el férreo bi–partidismo estadounidense. ¿Y entonces cómo explicar su radicalidad? Pues como buen outsider, no ha tolerado las reglas que definen el comportamiento del aspirante presidencial. El riesgo con los outsiders –de derecha o izquierda– es precisamente, que empoderan a los sectores más extremistas (sobre todo en partidos históricamente consolidados.) La disciplina partidista que un actor como Trump puede mostrar es una disciplina instrumental, y menos, una disciplina de principio. Por eso es que, ´el partido´ es un instrumento para la visibilización de posiciones xenófobas y racistas que habían quedado más o menos marginadas en los partidos políticos en Estados Unidos.
Racismo estructural en ambos bandos de la contienda
La historia del racismo en los partidos políticos estadounidenses es casi obligada de citar aquí. El partido demócrata –hoy enclavado en la retórica de política de cuotas y discriminación positiva– fue, en efecto, el partido opuesto a la abolición de la esclavitud. Y el partido republicano –asociado contemporáneamente con la retórica anti–inmigrante y xenófoba– fue el partido abolicionista. La historia del racismo en el partido republicano, sobre todo en estados del sur e incluso con el Reaganismo era ya historia olvidada hasta los dichos de Trump. El ´Donald´ lo trae a la mesa luego de la lentitud para rechazar el apoyo público del exlíder del KKK David Duke y tuitear una frase de Mussolini.
Aquí hay un patrón estructural.
Durante la elección presidencial de 1964, miembros del KKK públicamente apoyaron la candidatura de Barry Goldwater, candidato republicano a la presidencia que fuera derrotado por Lyndon Johnson. Goldwater fue el mentor político y amigo personal de Reagan. Se puede suponer que el Reaganismo como movimiento oxigenador del partido republicano fue una forma de esconder la actitud racista, de relegarla a un plano casi imperceptible para ser recubierta por una filosofía de estado eficiente, eficaz, bajos impuestos, mercado libre y presencia dominante en política exterior. El residuo racista vendría muy interesantemente en la negativa del Reaganismo por continuar la institucionalización de las políticas de equidad, recortar el gasto social y suponer que todos los grupos étnicos pueden competir en igualdad de condiciones sin políticas de reparación, como descubrimos en la obra de Bárbara Lane The Construction of the Racist Republican.
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Sin embargo, el partido demócrata tiene también una historia oculta dicho sea de paso. Basta hacer una comparación empírica. El acta de derechos civiles de 1964 que pondría fin a la segregación fue solamente firmada por 61 % de los demócratas en la cámara baja, frente a 80 % de los republicanos. En el Senado, 69 % de los demócratas votaron a favor frente a 80 % de los Senadores del partido del Elefante. Entre quienes se opusieron al acta de derechos civiles, el famoso senador Bill Fulbright y Al Gore Sr. Es interesante entonces que el universo afro–americano se vea naturalmente inclinado hacia la opción demócrata.
¿Es Trump racista?
La misma pregunta se hizo sobre el Frente Nacional Francés y su lideresa actual Marine LePen. Su discurso parece estar dirigido hacia el problema de la inmigración ilegal, y no hacia la contextualización de la raza. Pueden caber –en apariencia– distintas tonalidades de sujetos en este proyecto de derechas, siempre y cuando sean, ciudadanos. Algo de esto parece estar en el discurso de Trump, discurso que en el mejor de los casos es sí de tipo racistoide (para tipificar la claro–oscura distancia entre la xenofobia y el racismo clásico). No parece tener problemas en presumir un supuesto apoyo del voto hispano. Eso sí, son hispanos pero ciudadanos. Su vocera de campaña no es precisamente una mujer del tipo WASP. Su racismo no es abierto ni explícito para la mayoría de personas, no así para los más de 8,000 miembros del KKK, cuyo líder histórico, coma dijismo, lo apoyó públicamente. Pero lo más simbólico es que, en todos sus mítines de campaña la conformación de población es homogéneamente blanca. El racismo de Trump podría disfrazarse de nuevo en la ´jugada de Reagan´: dar por cierta la igualdad de condiciones y construir un Estado cual árbitro imparcial logrando con eso que los menos favorecidos simplemente vayan saliendo de los espacios de participación. Esos menos favorecidos son, siempre, minorías.
¿Es Trump más radical que sus otros competidores en la contienda republicana?
En realidad, no. A excepción de las declaraciones xenófobas que han bordeado la tenebrosa frontera del racismo. Sin embargo, el anclaje religioso evangélico del Senador Ted Cruz es una bomba de tiempo al momento de considerar que el Presidente de una nación con arsenal nuclear lleve a cabo decisiones con base a marcos religiosos. A eso habría que agregar su posición radical en cuanto al ´originalismo´ en la interpretación constitucional: la letra de la constitución redactada en el siglo XVIII debe mantenerse bajo la misma interpretación y sentido sin adecuarla a los tiempos modernos. Por su parte, el Senador Marco Rubio es quizá el sujeto con las posiciones más extremas en materia de política exterior. Ha sido él quien con mayor fuerza parece haber amarrado la política exterior de Estados Unidos a las necesidades de la clase política actual en Tel Aviv.
Una historia muy corta de outsiders en la política estadounidense
Pero volvamos al punto de reflexión. El impacto de los outsiders.
Hemos dicho que Trump es un outsider con un grado de tolerancia bastante limitada hacia el partido que lo postula. Hasta cierto punto, se diría que también es un outsider permitido.
En la ciencia política tradicional ser outsider significa fundamentalmente la carencia de una vida política previa y eso incluye el intento de participar. El outsider simplemente no proviene de la casta política ni es clase política. Pertenece a una esfera distinta. Pero en el caso de la democracia de partidos en EEUU, para aquellos que compiten en la contienda presidencial, el término outsider aplica para candidatos que carecen de la experiencia ejecutiva. Es decir, no han ocupado una gubernatura previamente.
En la historia reciente de los Estados Unidos, 16 presidentes han sido previamente senadores y 17 han sido previamente gobernadores. Y en más de 200 años de democracia de partidos sólo 10 outsiders han corrido a la presidencia, y sólo un presidente ha sido outsider puro: Dwight David «Ike» Eisenhower. (Aquí un dato interesante: La narrativa en cuanto a que Hillary Clinton es la primera mujer que compite en la carrera presidencial estadounidense es falsa. La primera fue Victoria Woodhull, candidato de tipo outsider. Fue la editora de la revista Woodhull and Claflin”s Weekly. Tradujo la primera versión al inglés del Manifiesto Comunista. Compitió en 1872 con el partido Equal Rights Party.)
Otros intentos similares al caso de Trump –en calidad de outsiders que provienen de sectores financieros importantes– no deberían olvidarse: Ross Perot (magnate del petróleo) y Steve Forbes.
¿Por qué sus esfuerzos no rindieron los frutos de que la campaña de Trump sí tiene?
Quizá porque Trump ha representado perfectamente la noción del Ugly American. Ese concepto creado en la novela deEugene Burdick and William Lederer que apunta a la tipología del estadounidense poco refinado, poco sensible y resistente a la tolerancia entre otras culturas. Algo de eso hay en Trump y se refleja en su electorado natural.
Pero hay otra razón de mayor peso.
Y esto quizá es lo más importante del artículo. La fragmentación que estamos viendo en el partido republicano con Trump cual puntero es un intento por desplazar, no a nivel de las elecciones generales, sino de las primarias, a la élite política tradicional del partido republicano que había monopolizado el control de la agenda.
El voto de abajo, el voto grass–country, el voto que no tiene el acceso a los círculos de poder en Washington y que no quiere limitarse por los estatutos de un conservadurismo con parámetros, desea conquistar el control de partido. Y esa opción ahora está materializada en un candidato multimillonario que habla, gesticula, piensa y actúa precisamente como ese estamento social. Trump es la ventila para el descontento, pero también es la vitrina para lo peor de los fantasmas que el conservadurismo tiene... a excepción del Senador Ted Cruz. Su fanatismo religioso lo hace más peligroso y más radical que el mismo Donald.
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Es época de outsiders en el mundo y los franceses tienen lo suyo también. Llegaremos entonces al final de la primaria republicana con dos candidatos sin experiencia ejecutiva de gobierno previo, dos candidatos que se oponen al establishment, y dos candidatos que apelan a la categoría del ´pueblo americano más puro´: vaya, la plazocracia de derechas gringa.
La cuestión es fundamentalmente escoger el menor de los dos males: un millonario pragmático que ha hecho de la política un reality show o un ayatollah cristiano que habla todos los días con dios vía collect 1–800–JESUS GAVE US THE CONSTITUTION.
Usted escoja.
Del día de hoy al mes de agosto, seguiremos en esta espiral. En el caso demócrata, la suerte está echada. Hillary Clinton ganó ayer la primaria en Massachusetts, un estado del norte, liberal, de mayoría blanca, cosa que debería haber favorecido a Sanders. Ella gana el voto de minorías (Carolina del Sur) y, el voto de blancos ´liberales´ al norte. Más que claro, ella es la candidata legítima. ¿Cuál es la victoria de Bernie Sanders? Construir un capital político que introduzca en el partido demócrata una agenda socialista, situación que no sucedía desde los años cuarenta del pasado siglo. Para los republicanos, todo empieza a definirse el día 15 con las primarias en Florida y Ohio. Incluso no se nos olvide que la primaria de California no es hasta junio. Trump obtuvo el día martes una victoria que pinta una cartografía electoral muy interesante: gana en estados del norte (entre ellos Massachusetts) y estados del sur. Bajo ese argumento, el partido republicano debería ya unirse a su alrededor. Pero el establishment muere lentamente.
Por lo pronto, crucemos los dedos que el Partido Demócrata logre mantenerse en el poder y que los republicanos simplemente se hagan pedazos entre ellos. Todos dormiremos más tranquilos.