Realizar un ejercicio comparativo en términos de las valoraciones que regían la existencia de los pueblos antiguos siempre resulta aleccionador.Mucha bibliografía se puede sugerir al respecto pero, en esta ocasión, habría obligadamente que mencionar la obra El Humanismo Helénico, de Enrique Dussel.
El interés particular de Dussel sobre la reflexión ética no se puede dejar de por medio. Su riqueza conceptual nos atrae en esta obra sobre un ejercicio de comparación en torno de los códigos éticos y valoraciones tan contrastantes entre los antiguos: helenos y semitas. Me parece que no invento el agua azucarada si afirmo que la perspectiva de Dussel es la repetición de la decisión valorativa pragmática romana: la de adoptar como propios los grandes mitos y leyendas del mundo heleno.
Hemos de recordar aquí que no fue sino hasta muy tarde en el desarrollo de la historia republicana romana que la conquista helena se hizo sentir. Debemos este hecho a Publio Cornelio Escipión Africano Maior, conquistador del norte de África y vencedor de Aníbal. Su nieto adoptivo —apodado Escipión el Joven— helenizó a Roma popularizando los relatos, tragedias y odiseas (introduciendo, por cierto también, el afeitarse diariamente como moda y con ello generar un efecto visual distinto entre los salvajes bárbaros y el romano). Otros dos nietos de Publio Cornelio Escipión Maior, de apellido Graco, serían fundamentales para la historia romana. Pero nos interesa en este espacio mostrar la preferencia romana por la figura trágica del héroe. El héroe, el hombre de poder, a veces demi-dios no puede contener las fuerzas del Destino y de las hijas de μοῖρα (a quien el mismo Ζεύς temía). Los antiguos romanos fueron seducidos por los relatos de arrogancia y temperamento irascible de quienes desafiaban a los dioses y luego debían de sufrir por ello.
Cuando el discurso cristiano comenzó a bordear la periferia del Imperio, no produjo sino desprecio, aunque no debe olvidarse que incluso algunos patricios romanos se habían ya convertido al judaísmo. Son ellos a quienes el apóstol Pedro predicaría por primera vez el evangelio, rama discursiva que hasta entonces aglutinaba a judíos practicantes. Sin embargo, la mayoría de romanos pensaba diferente. Celso El Excelso afirmó en su obra Discurso verdadero contra los cristianos que las historietas de pastores salvajes y analfabetos no tenían nada que enseñarle al romano. Las valoraciones del Imperio eran muy claras, eran implacables en un orden estamental rígido que no admitía cambios bruscos. Y aunque existían instituciones que protegían la propiedad y la vida, en el Imperio Romano la vida humana no era sagrada, al menos, la de quien no fuese ciudadano romano. (Recuérdese la historia de Pablo al ser castigado en público a pesar de ser ciudadano romano lo cual estipulaba prerrogativas y castigos a quien atentara contra la vida o la dignidad de un ciudadano romano)
Para los semitas y sus ovejitas, el mundo era muy diferente. Desde que, según el mito bíblico, Dios salva la vida de Isaac y le sustituye por un carnero, el judaísmo primitivo dejará de ser una fe basada en el sacrificio humano y con ello habrá de adquirir un nivel moral superior. Destruido el Segundo Templo, y cuando el judaísmo deja de ser una fe sacerdotal para transformarse en el moderno judaísmo rabínico, la dinámica religiosa hará ya no énfasis en “derramar sangre” sino en actos morales superiores. Por ello, y afirmarlo no es irnos por las ramas, el mundo judío tenía mucha dificultad en aceptar la figura de Jesús de Nazareth como Mesías, puesto que en la tradición judía el Messiach no era concebido como divino (pues solo los dioses paganos se hacen hombres, lo que los evangelistas llamarán Emmanuel) y, además, la redención requería de actos justos y contrición: un hombre colgado en una cruz no era otra cosa sino, un sacrificio humano.
Por ello, el catolicismo apostólico romano es un judaísmo romanizado. Pero en dicha romanización se nos ha olvidado recordar y darle preeminencia el concepto judío de justicia: la de un Abraham envejecido que cree la promesa de Dios y es “hallado justo”, la de un Abraham que pelea con Dios y ruega para que la destrucción no caiga sobre Sodoma y Gomorra; es el sentido de las justicia expresado por los profetas llamados “menores”, donde el acto del ritual religioso pierde importancia frente al acto de bondad y caridad con la otredad del prójimo, es la justicia de quienes escondieron a judíos durante la II Guerra Mundial y hoy son llamados “Justos entre los Gentiles” por hacer lo diferente y lo correcto a pesar que la gran mayoría (sobre todo de alemanes cultos) había olvidado que la vida humana es santa; es el sentido de justicia de la Congregación General 32 y del llamado para dar de comer al hambriento y cubrir al pobre.
Que todos los hombres somos pecadores, adoradores de Baco y disfrutamos de las fiestas Dionisiácas no es extraño. Y sobre ello no hago juicio moral. Pero en el medio de nuestra cotidianidad podemos con actos pequeños impregnarle de justicia a este mundo enfermizo y quebrantado. Bien nos vendría creernos un poco más la gran lección de los bárbaros y pastores semitas: la vida humana es sagrada, y salvar la vida, proteger la existencia y evitar el acto de violencia para que el halo de vida sea arrancado (no solo de la propia sino de la de un tercero) es el mayor acto de justicia que puede hacerse. Por ello, el Talmud enseñará: Aquel que salva una vida, es como si salvase al mundo entero.
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