Hace cuatro años, Feliciana Bernal Chávez excavaba fosas, descalza, en el cementerio clandestino de Xe’xuxcap, cerca de la aldea Acul, Nebaj. Buscaba los restos de su hijo Diego, muerto por hambre y susto a la edad de un año en la montaña donde su familia había encontrado refugio, después de que el Ejército quemara su casa, en la masacre del 22 de abril 1982.
La exhumación había sido un proceso desgastante, física y emocionalmente, para los ancianos que, a lo largo de meses, habían dedicado todas sus energías y tiempo en la búsqueda de las osamentas. Habían consentido hacerse tomar muestras de saliva para la identificación del ADN y habían depositado sus esperanzas en un grupo de ladinos de la capital, los antropólogos forenses que se habían llevado en bolsas de plástico negro los restos óseos hallados con la promesa de devolvérselos después de haberles hecho exámenes científicos para identificarlos.
En algunos casos, la tierra había devuelto cráneos completos, mandíbulas y fémures, es decir, las piezas donde más se concentra el patrimonio genético de las personas; en otros, sólo se habían encontrado fragmentos de huesos. Junto a los hallazgos osteológicos, a los laboratorios de la capital se habían ido todas las pertenencias de los muertos, encontradas en el cementerio clandestino: ropa, vasijas, crucifijos.
Cuando, después de casi cuatro años de espera, llegó el aviso de que se iba a proceder con la inhumación de las víctimas, la información no parecían ser muy alentadora: de las 36 osamentas exhumadas, sólo ocho habían sido identificadas a través de las pruebas genéticas. Lo que sí quedaba claro, indiscutible e irrefutable era que en Xe’xuxcap se había perpetrado una de las más emblemáticas barbaries cometidas por el Estado de Guatemala en contra de población civil: entre las 36 víctimas se encontraban un feto, 13 infantes (menores de tres años), cinco niños y tres adolescentes, por un total de 22 menores de edad.
Feliciana vivió la víspera de la inhumación como un día cualquiera, en su rutina de siempre, pastoreando sus tres ovejas, llevando la comida a su esposo en el campo, recogiendo leña para el fuego. A pesar de que los restos de su hijo no habían sido identificados y de que la posibilidad de encontrarlo el día siguiente se reducía a una frágil esperanza, no se podía notar ansia o preocupación en el rostro de la anciana. El único evento que alteró la inercia del día sucedió cuando el esposo de Feliciana, don Pedro, sacó del cuarto una foto antigua que lo retrataba al lado de su señora, abrazando un fusil. Después de tres años de sobrevivencia en la montaña y tras la muerte de su hijo menor, antes de que otros miembros de la familia sucumbieran a las duras condiciones de la selva, don Pedro decidió entregarse al Ejército de Nebaj y aceptó enrolarse en las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC), un brazo armado del Ejército compuesto por civiles. Lo que recuerda don Pedro de estos años, contrariamente a lo que anunciaba la campaña de “fusiles y frijoles” es que, aparte del fusil y las municiones, el Ejército nunca le dio de comer.
El día de la inhumación, todas las familias de las 36 víctimas estaban comprimidas en el estrecho salón del Movimiento de Desarraigados, la asociación de Nebaj a cargo del proceso. La mañana se fue con el silencioso trabajo de recomposición de las ocho osamentas identificadas en sus ataúdes, bajo el monótono ritmo de fondo del tum y la chirimía, tocados por dos ancianos arrinconados a un lado del salón.
Fue al principio de la tarde que los ánimos de las 28 familias que no habían recibido todavía los restos de sus difuntos se despertaron: en pocos minutos, los antropólogos forenses colocaron en el suelo la ropa rescatada durante la exhumación, cuatro años antes. El espacio que usualmente es utilizado como garaje, donde habían sido recibidos los familiares en la mañana, se saturó de pequeños ataúdes que componían un marco dentro del cual yacían los indumentos de niños e infantes no identificados, en una especie de lúgubre bazar fúnebre. Poco a poco, en pequeños grupos, dadas las dimensiones del espacio, los familiares acudieron al lugar: se detenían frente a una camisa, una sandalia, un retazo de lo que, 35 años antes, había podido ser el pantalón o la blusa de un niño, el pequeño güipil o el corte de una niña, con la esperanza de reconocer en ese fragmento de tela el rostro de su pequeño hijo o hija.
Fue allí cuando Feliciana reconoció la prenda de su hijo Diego en un cúmulo de hilos multicolores sin forma.
El proceso de identificación de los pequeños fue mucho menos riguroso del complejo y lento examen científico de ADN: el análisis osteológico de los restos daba indicaciones aproximativas sobre la edad del difunto; si la descripción del familiar coincidía con el rango de edad descrito por el análisis, se procedía con la entrega.
Quizás, esta entrega, a diferencia de las rigurosas pruebas científicas, no haya sido la más certera entre los procesos de reunificación de familiares, pero alimentó hasta las últimas esperanzas de muchos padres y madres cuyo único deseo era poder velar un pequeño ataúd, por una noche entera, reivindicándolo como propio, adornarlo con flores y velas y enterrarlo en un lugar seguro, para rendirle homenaje y dignificar su memoria.
El día siguiente, en el cementerio de Acul, don Pedro volvió a tomar la pala que había dejado hace cuatro años para buscar a su hijo, y excavó la fosa colectiva donde se depositaron los pequeños ataúdes con los restos de los niños identificados el día anterior: entre ellos estaba el ataúd de su hijo Diego.
El rostro de Feliciana seguía teniendo la misma impenetrable dulzura de todos los días, pero su corazón, al fin, estaba contento.