De acuerdo. Es lo justo y necesario. Nos hemos apuntado una victoria al lograr la renuncia de gobernantes e iniciar la persecución penal por los actos de corrupción de ellos y de decenas de personas.
Pero ha llegado el momento de preparar lo que sigue, lo cual puede resumirse en algo muy simple y directo: ¿cómo hacemos para que en Guatemala no se vuelva a repetir?, ¿qué debemos hacer y quién debe hacerlo?, ¿somos todas y todos protagonistas activos del esfuerzo?
De estas preguntas, quizá la más fácil de responder es quién lo hace: todas y todos, pero en niveles y ámbitos distintos de responsabilidad. El primer nivel, el urgente, recae sobre el gobierno de transición y el Congreso de la República. El gobierno de transición debe atender las crisis urgentes que han estallado a raíz de la corrupción y de los malos manejos de la administración de Pérez Molina, la más visible la crisis en hospitales y centros de salud del Estado. Si esa crisis no se resuelve rápidamente, se perderán más vidas y se alargará aún más la lista de homicidios culposos provocados por la corrupción. Pero en realidad los problemas están en muchas más entidades estatales.
No tengo que convencer a nadie de que en el Congreso la cosa es más complicada. Lo que tienen que hacer las diputadas y los diputados de la legislatura saliente es, por un lado, aprobar la legislación que ya está lista y discutida (las reformas a las leyes de Contrataciones del Estado, Probidad de los Funcionarios Públicos, Electoral y de Partidos Políticos, etcétera); y por otro, supervisar al gobierno de transición para que no haya más brotes de corrupción.
Los dos candidatos y partidos políticos finalistas de la elección presidencial deben presentar qué acciones concretas tienen planeado realizar a partir del 14 de enero para combatir la corrupción, incrementar la transparencia y recuperar instituciones (por ejemplo, la SAT). Acá también la cosa es complicada, pues se trata de presionar a candidatos y partidos para que dejen la demagogia y el discurso vacío y aborden las complejidades de la realidad: un plan de transparencia y combate de la corrupción serio y creíble tiene desafíos técnicos muy grandes y, sobre todo, no puede generar resultados de forma fácil ni rápida.
Y luego estamos todas y todos. Y perdón, pero tampoco acá es fácil.
Ya surgen ONG y otras entidades que han recibido y reciben fondos públicos y que apoyaron las protestas con voz enérgica y entusiasmo. Dicen que luchan contra la corrupción, pero se oponen a las reformas a la Ley de Contrataciones del Estado porque, de aprobarse sin mutilaciones, resulta que ya no les gusta cumplir controles y rendir cuentas del dinero público que reciben. Cuando se nos explica que erradicar la corrupción y lograr más transparencia tiene un costo y que es inevitable que se nos exija cumplir cabal y puntualmente el pago de nuestros impuestos, pues tampoco nos gusta. Cuando recibimos una multa por una infracción de tránsito o pagamos el costo adicional que representa el exceso de la basura que producimos o del agua o de la energía eléctrica que consumimos, ya no nos gusta.
La transparencia y el combate de la corrupción son un discursito fácil y bonito que encanta a los políticos demagogos. Sin embargo, cuando se trata de la acción efectiva y seria, resulta que es un esfuerzo difícil con costos muy grandes.
Así, ¿estamos realmente dispuestos a demandar, con conciencia, madurez y responsabilidad, más transparencia y menos corrupción?
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