Yo ayer, por ejemplo, a las dos de la tarde llevé mi currículum a una oficina. Lo metí en un sobre con otros papeles que resumen mi vida, lo rotulé y lo entregué. Las calles por esos rumbos estaban bastante vacías. Hacía algunas horas los apologistas de su libertad habían salido con las placas escondidas y habían hecho ruido por su mezquindad e incongruencia.
Hoy es viernes 19 de marzo y son las cuatro de la mañana. Ya preparé un café negro sin azúcar y en unos minutos vendrá la claridad de la mañana y las nubes en nuestro futuro. Seiscientos mil contagiados para agosto. Cinco mil muertos. Varios serán conocidos. O serás vos, que me estás leyendo. O yo, que estoy escribiendo. La muerte nos contempla.
La salud mental mengua. Estamos viendo impasibles la ola que viene. Miles de millones de quetzales esperan su ejecución. Contratar y pagar personal sanitario, equipar las ucis, ayudar a los que no tienen trabajo. Porque de eso se trata vivir en sociedad: de organizarnos para estar juntos en un momento y en un lugar y saber que existimos. Pero después ves a una mujer histérica pegándoles a agentes de tránsito, agarrándoles la gorra y tirándola a la calle con toda la rabia del mundo. Con gusto habría tirado a la policía en lugar de la gorra, pero estaba sentada en el suelo. La ves desesperada, como todos, solo que la mayoría no arremetemos como toros salvajes en contra de lo que se nos ponga enfrente. La agresividad se ve en otras cosas. Puede ser esa pasiva, la contradictoria, la que contamina las relaciones en tu casa, con tus subordinados o con los compañeros de trabajo, si tenés.
Hay otros que piden que se abran las iglesias para visitar a su dios, que, por lo visto, tampoco sale de su casa. No vaya a ser que se contagie de covid. Dios no es tonto. Solo se divierte con nosotros. Esa señora, como muchas otras, no pide ejecución ni eficiencia ni medios ni bolsas de comida para los necesitados. No, eso no es importante. Solo el Padre y un poco el Hijo.
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Al final, visitar la iglesia o pegarles a los policías es una forma en que la mente trata de buscar equilibrio, salida a la incertidumbre. Porque estamos total y completamente solos, al frente de nuestras familias, junto con los que con responsabilidad y generosidad atienden a los enfermos o a los que están en las tareas ingratas y peligrosas. Pero no olvidemos que un peldaño arriba hay jefes incompetentes, desidiosos, desentendidos, acomodados. Porque la responsabilidad no es solo (que lo es también, y mucho) del visitador médico reconvertido en ministro de Salud en tiempo de pandemia o del que lo nombró y ha sostenido por tres meses, que es mucho. Es de todos los que participan o dejan de participar en los procesos y procedimientos de adquisición, de logística, de contratación, de pago, y han permitido que menos del 3 % del presupuesto se haya ejecutado. También somos responsables de haber permitido que este sistema perverso siga en este país y de que las cámaras y las fundaciones hablen del regreso a la normalidad cuando nunca ha habido normalidad en este país. Bueno, al menos no para nosotros. Estamos instalados en el sistema corrupto, y a ese sistema no les interesamos ni vos ni yo ni tus hijos ni tus padres ni tus amigos o amigas. Solo les importa el poder por el poder y el poder por el dinero.
Están tan metidos en eso de mantener un sistema que les funcione que ni se han enterado de que hay pandemia. ¡No se han enterado! Por eso sus hijos hacen fiesta: porque todo está fresh. Y eso, mis amigos y lectores, es devastador.
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P. D. Esta columna está dedicada a todo el personal sanitario que trabaja en medio de la precariedad y la incomprensión.
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