Mi obra de 74 cuartillas encontró un nicho ideal para presentarse: el certamen de ensayo convocado ese año por la Academia Guatemalteca de la Lengua. El motivo era el mismo: rememorar y solemnizar los 100 años del nacimiento de nuestro premio nobel de literatura.
Las raíces de mi ensayo estaban fincadas 30 años atrás (en el Cobán de 1968), cuando yo tenía 14 años. Ese año, al volver de las vacaciones a las aulas del ciclo básico, todas las pláticas giraban alrededor del otorgamiento del Premio Nobel de Literatura a don Miguel Ángel Asturias Rosales el 18 de octubre del año anterior. Para la magna fecha ya estábamos de feriado y nuestros medios de relación con el mundo mediático eran El Imparcial y la Radio Nacional TGW. El primero llegaba a Cobán dos veces a la semana. La segunda la escuchábamos cuando el estado climático lo permitía. Ni soñar con redes sociales ni con aparatos teletransmisores, excepción hecha de un radiorreloj que siempre cargaba en la muñeca derecha un personaje llamado Dick Tracy, que, de suyo, lo encontrábamos en la sección de cómics los días lunes (en El Imparcial). Así, hasta enero del 68 entramos en completa intelección del logro literario de don Miguel Ángel.
Los pocos ejemplares de sus obras torales se agotaron en la única estantería del pueblo. Fue necesario viajar a la ciudad capital para conseguir cuando menos El señor presidente en la librería de doña Aída Martínez, allá por la 9a. avenida y 12 (o 13) calle de la zona 1. Yo encabecé una comisión de cinco quijotes menores de 15 años que orgullosamente partimos hacia la urbe para conquistar algo mejor que molinos de viento. Regresamos dos días después con 20 ejemplares entre los cuales figuraban Torotumbo, El señor presidente y Hombres de maíz.
Ya embarcados en la lectura, me impresionó sobremanera ¡Todo el orbe cante! Se trataba del capítulo XIV de la obra El señor presidente. Era una explícita ejemplificación del primer tema de las conferencias (sermones) que el obispo José Piñol y Batres había pronunciado en la iglesia de San Francisco en mayo de 1919 para denunciar el régimen de Manuel Estrada Cabrera y la falsificación de la religión por la ignorancia, la hipocresía y el interés personal. Leí dichos sermones en unos archivos de la catedral de Santo Domingo de Cobán en el año de 1966. Eran acotaciones a mano y con glosas marginadas. Años más tarde pude localizar otra copia en una obra de don Agustín Estrada Monroy llamada Datos para la historia de la Iglesia en Guatemala, editada, si mal no recuerdo, por la Sociedad de Geografía e Historia en 1979.
Ese hallazgo me provocó sumergirme en El señor presidente y ubiqué en la novela 61 eventos religiosos, entendiendo como tales acontecimientos, sucesos imprevistos, exclamaciones, exordios, invocaciones, jaculatorias, oraciones y todo aquello que, con sentido lógico en el contexto donde se citaba, tenía connotaciones o propósitos religiosos claros, precisos y concisos.
Habida cuenta de que yo fui monaguillo en la catedral de Cobán (1968) y de que para entonces los influjos de los cambios litúrgicos provocados por el Concilio Vaticano II habían inundado los ambientes (no solo sacristía adentro), pude clasificar esos eventos en cuatro grupos: de piedad popular, de teología fundamental y dogmática, de dimensión profética y de protesta contra la estructura eclesial de la época.
Treinta años después (junio de 1998) desempolvé mis escritos y escribí La fenomenología religiosa en la obra El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias. Ganó el premio único de ensayo convocado por la Academia Guatemalteca de la Lengua (1998), pero nunca fue publicado. Es mi intención hacerlo este año con motivo del centenario del otorgamiento del Premio Nobel.
Estimado lector, lo invito a otear El señor presidente desde este otro enfoque. Encontrará remembranzas de filósofos que van desde Max Scheler hasta Karl Jaspers, contrastadas con los ambientes de las sacristías de la iglesia de San Mateo Apóstol de Salamá, Baja Verapaz (donde Asturias curioseó entre los cuatro y los ocho años de edad), con el campanario de la iglesia de La Merced de la ciudad capital de Guatemala y con los bancos de tres patas de la casa de la catequista de Miguel Ángel Asturias en el pueblo de Salamá por el año 1908. Para engarzar los entramados habrá de leer mi ensayo, que espero publicar a finales del presente año si encuentro una buena editorial. Sus raíces tendrán entonces medio siglo.
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