Recordé en ese momento una novela de Morris West llamada Los bufones de Dios. La compré en 1981. El prólogo, uno de los más cortos que he visto inicia así:
«En el séptimo año de su reinado, dos días antes de completar 65 años, en la presencia de un consistorio pleno de cardenales, Jean Marie Barrete, Papa Gregorio XVII, firmó un instrumento de abdicación, se quitó el anillo del Pescador, entregó su insignia al Cardenal Camarlengo e hizo un corto discurso de despedida».
Releí la novela y encontré muchas coincidencias entre la abdicación de Gregorio XVII (personaje de novela) y la de Joseph Aloisius Ratzinger, entre otras: Lo sorpresivo del hecho, el buen estado de salud del Papa, en el séptimo año de su pontificado y el anuncio de su confinamiento en un monasterio contemplativo. También, en el entretanto, una amenaza nuclear para el mundo.
Al cumplirse 24 horas de su anuncio, la dimisión papal seguía manteniendo sus características iniciales: sorpresa y asombro. Nadie la podía explicar. En una de sus declaraciones Federico Lombardi, vocero de El Vaticano, indicó que: «…la decisión de Benedicto XVI demostraba un "gran coraje"» y descartó incluso una depresión psicológica.
La proclama de Benedicto fue tan sobria como el discurso de despedida de Gregorio XVII en la novela Los bufones de Dios:
«Queridos hermanos,
Os he convocado a este consistorio no sólo para las tres causas de canonización, sino también para comunicaros una decisión de gran importancia para la vida de la Iglesia. Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino. Soy consciente de que este ministerio, por su naturaleza espiritual, debe ser llevado a cabo no únicamente con obras y palabras, sino también y en no menor grado sufriendo y rezando».
Y el baturrillo se dejó venir.
No faltaron los milenaristas que pronosticaron el fin de los tiempos. Afortunadamente, fueron los menos. Otro grupo, los más, aplaudieron el valor del Papa y alabaron su postura digna al aceptar que no podía continuar al frente del pontificado. En medio quedaron aquellos que profirieron insultos innobles.
Para el día 13, Miguel Mora/El País (elPeriódico, 13 de febrero, p. 22) fue más allá y definió al Papa como: «… un pastor derrotado y coherente que, harto de luchar, se retira a la clausura antes de ser devorado por los buitres».
Y, mientras el asombro seguía in crescendo, el Sumo Pontífice de la Iglesia católica nombró a un asesor jurídico a fin de asegurar una transición sin adversidades. Otra sorpresa del día 13.
Durante su homilía, en la misa solemne del Miércoles de Ceniza, Benedicto XVI condenó la hipocresía Iglesia adentro y criticó las divisiones del cuerpo eclesiástico. Manifestó que dichas divisiones «desfiguran el rostro de la Iglesia» y llamó a «superar los individualismos y las rivalidades».
Catorce días después, las conjeturas acerca del posible sucesor campeaban con la misma fuerza que las imputaciones a la curia romana. Y en el barullo, pocos vislumbraron en Benedicto al Papa que no se sintió propietario ni indispensable en una institución y quien no huyó de sus obligaciones sino fue consecuente en orden a sus limitaciones.
¿Que hubo tormenta en La Barca de Pedro? Ni dudarlo. Aunque su avanzada edad y su agotamiento haya sido la basa, la dimisión fue en parte, consecuencia de la borrasca. Con todo, no fue una acción absurda ni estólida. Por el contrario, incluso, sentó precedente para aquellos papas que en el futuro precisen renunciar, por necesidad o falta de vigor.
Joseph Ratzinger no esperó acurrucado en un rincón de la barca a que la tormenta se la tragara y lo engullera a él, confió en el buen espíritu y la guió hacia los espacios de luz que encontró en el mundo para mantener firme el timón: Los medios de comunicación y la opinión pública. Y más allá de dichos espacios confió —como opción primera— en una saludable y pronta sucesión apostólica.
De tal manera: La renuncia del Benedicto con sus prolegómenos y consecuencias, el rayo que cayó sobre El Vaticano inmediatamente después, la lluvia de meteoritos en los Montes Urales (que provocó más de mil heridos), el paso del asteroide 2012DA14 ocho kilómetros por debajo de los satélites geosincrónicos y la prueba nuclear en Corea del Norte, todo sucedido en un lapso de 72 horas, no debe sino hacernos recordar: Yo soy, no temáis (Juan 6:20).
Los timonazos que para corregir rumbo ha dado el papa Francisco refrendan esa cita de consuelo y fortaleza.
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