Desde los más largos, que dicen más que cien palabras, hasta los cortos y juguetones que te hacen saltar de alegría. Están los tibios como la arena de la playa, que te recomponen los pedazos, como dijo algún poeta. Y están también los seductores que te levantan la falda, te despeinan y te alborotan las ganas.
Por desgracia, más de alguna vez tuvimos la desdicha de recibir abrazos indeseados, que te estrujaban el cuerpo. Son abrazos malintencionados, hechos con manos largas, que te atra...
Desde los más largos, que dicen más que cien palabras, hasta los cortos y juguetones que te hacen saltar de alegría. Están los tibios como la arena de la playa, que te recomponen los pedazos, como dijo algún poeta. Y están también los seductores que te levantan la falda, te despeinan y te alborotan las ganas.
Por desgracia, más de alguna vez tuvimos la desdicha de recibir abrazos indeseados, que te estrujaban el cuerpo. Son abrazos malintencionados, hechos con manos largas, que te atraviesan la carne. Las mujeres los experimentamos a diario. Quizá es un jefe que nos ciñe del torso mientras deja su aliento indeseado en nuestra cara.
Hay abrazos torcidos y falsos, que no debieron darse. Abrazos fríos dados sin ganas y recibidos con desaire.
Hay también abrazos en tríos, en pares y hasta en manada. Abrazos cómplices y bienaventurados que sirven para convocar la vida y traer esperanzas. Abrazos sin género, asexuados. Abrazos políticos hechos con brazos hermanos que comparten un sueño por un mejor mañana.
Abrazos tirados al aire con una dedicatoria especial. Abrazos modernos lanzados en las redes sociales, que se quedan volando sin aterrizar. Son ofrendas de abrazos que llegamos a olvidar.
Están los abrazos inolvidables que te marcan de por vida y que llevas guardados en tu memoria como un tesoro invaluable. En mi caso, tengo dos.
[frasepzp1]
Cuando mi primera hija nació, venía de bajo peso. Tuvo que nacer de cesárea porque su corazón no resistía un parto normal. Fue un parto doloroso porque me pusieron poca anestesia para no arriesgar a la bebé. Cuando el médico finalmente la sacó de mi vientre, pedí que me la acercaran. Besé sus piecitos y me desmayé.
Hasta el día siguiente pude bajar a la sala de neonatos. Allí, en una incubadora, estaba ella, chiquita como una almendra. Aquel cuerpecito de apenas cuarenta y dos centímetros y menos de tres libras recorría la caja de vidrio como si fuera una oruga. Mis ojos se llenaron de lágrimas al verla. Metí la mano a través de unos hoyos para tocarla. Una enfermera se acercó a mí y, al ver mi quebranto, me dijo que la iba a sacar un ratito para que la tuviera en mis brazos. Me la puso en el pecho y me dijo cómo cargarla. Fue un abrazo con dudas y mucho miedo, pero a la vez firme y con certezas, que me convirtió por primera vez en madre.
A los diez meses de aquel acontecimiento, en otro hospital, estaría abrazando el cuerpo inerte de mi madre. Me avisaron que acababa de morir cuando estaba en la sala de espera. Corrí a su cama y me tiré encima diciéndole frases amorosas bañadas de lágrimas. En vano me aferraba a aquel cuerpo inmóvil que ya no me abrazaba. Lo recuerdo como el último abrazo que le di a mi mamá y que, sin ser abrazo, me partió el alma.
Aprendemos a dar y a recibir abrazos desde que salimos del vientre de la madre y dejamos de darlos hasta en el último suspiro de nuestra vida. Los teníamos tan incorporados a la cotidianidad que los dábamos y recibíamos sin pensar, sin tomarnos el tiempo y las ganas. Quizá esta época de ausencias y privaciones nos sirva también para renovar los abrazos y llevarlos a buen puerto.
Hasta que ese día llegue, guardo en mi pecho la promesa de un abrazo postergado.
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