Mi garganta late como una enorme bocina. Los golpes, fuertes, rítmicos, me barren en oleadas concéntricas. Seis días de antibióticos no han sido suficientes. La química no puede compensar el agotador y húmedo círculo en el que pedaleo: el sudor caliente me empapa cuesta arriba, y el sudor helado me congela cuesta abajo. No hay abrigos que valgan. No me pregunten por qué pero yo me había imaginado este país como una pampa en colores cálidos, quizás porque por la región de Choluteca por la que cruzamos camino a Nicaragua es un tanto así, pero no. Honduras es verde, enorme, y está lleno de montañas.
Una sensación afilada se ha instalado en mi mandíbula superior. Hace ya rato que, además, me duele una muela. El cuerpo me impone su lenguaje, yo trato de ignorarlo fijando la vista en la rueda delantera. Hace ya muchos kilómetros, desde que salimos del Zamorano, que no puedo mirar hacia delante, al horizonte, sin que se me escape del pecho algo parecido a un ahogo, a un sollozo. Estoy harta de la inexactitud de los mapas, es para denunciarlos, de verdad. Cuestan un pistal y resulta que no, que ese pueblo no está donde tiene que estar, que está antes el otro, o resulta que el pueblo ese no es más que una aldea donde no hay hospedaje, a pesar de estar marcado con el punto gordo de más de Xtantos habitantes y, en cambio, este otro, que aparece como una migajita y dejamos atrás es cabecera departamental. Y esa carretera, en verdad, no sale desde ahí, sale de 50 km más allá, y no es vía rápida como está marcado sino camino de terracería, aunque hay otra buenísima, recién acabada, ¡ah! pero esa no está en el mapa. Así no hay forma alguna de dosificar fuerzas y ánimo. En cuanto salgamos de aquí les mando un mail a los canadienses pintamapas estos, ¡que nos devuelvan el dinero!
El valle del Zamorano es amplio, verde, y precioso, pero no estoy de humor. El pueblo no es pueblo, solo son dos abarroterías en la carretera, y yo estoy agotada. Unos jóvenes comiendo tortrix nos indican, como única opción, que preguntemos en la residencia de la universidad. La universidad de agronomía del Zamorano es famosa y caquera, es donde vienen a estudiar todos los finqueros de Centroamérica. Los guardias de seguridad de la puerta llaman a la residencia y se nos comunica que podemos descansar allí por la módica cantidad de 54 dólares cada uno, una noche por el presupuesto de diez. Uno de los guardas lee el desánimo en mi cara y nos dice que sobre la carretera, unos kilómetros más lejos, en bicicleta a unos veinte minutos como máximo, hay un hospedaje sencillo que se llama “La Ermita”. Titubeamos, sabemos que no solo los mapas se equivocan, una gran parte de la gente en el campo en Centroamérica es incapaz de indicar el tiempo o el espacio real que hay hasta otro lugar. Pero le ponemos fe, no tenemos otra opción.
7 kilómetros, 10 kilómetros, 15 kilómetros montaña arriba no hay rastro de “La Ermita”. El cuerpo me grita, me reclama los seis kilos de peso perdidos, la tensión acumulada en hombros, codos y muñecas, la suma de días y pedaleadas, las quemaduras del sol en los muslos, la falta de descanso, los callos en las manos… Desesperada, paramos en un cruce con varias casas y preguntamos. Una señora suelta un larguísimo ufffff y nos dice que eso está a más de dos horas de camino. Otro señor, que asegura que es taxista –con lo que entendemos que debería calcular mejor–, dice que no, que está solo unos kilómetros más arriba, después de unos viveros de flores, pero que, si no, también podemos desviarnos en el cruce y dormir en un convento que hay un poco más lejos. Titubeamos, ¿será bueno desviarse de la carretera principal?, ¿las monjas nos dejaran dormir en el convento?
Aprieto los dientes –incluso el que me duele- y seguimos pedaleando montaña arriba, se está haciendo de noche. No tenemos mucho más tiempo.
Los viveros se suceden uno tras otro, uno tras otro. Preguntamos. Una mujer que vive entre las plantas que cultiva nos dice que por allí no hay ningún sitio con el nombre de “La Ermita”, que el hotel más cercano está ya a la entrada de Tegucigalpa, a unos 25 km. A nuestro alrededor solo hay verde. Sé que tengo fiebre, sé que a mí nunca me da fiebre, sé que el cuerpo tiene un equilibrio, sé que acampar hoy descompensará la balanza, sé que entonces mañana no habrá energía capaz de hacerme desplazar en el tiempo y en el espacio…
Pero Asier sigue preguntando y otro señor dice que sí, que está allí mismo, al pasar la curva y Asier, en un increíble despliegue de energía, sale disparado montaña arriba mientras cae la tarde. Yo lo veo hacerse pequeñito, desaparecer, aparecer, hacerse cada vez más grande… Asier regresa y trae consigo una enorme sonrisa, y entonces sé que puedo, que un poco más, solo un poco más, sí que puedo.
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