Siendo estrictos, no hay definición unívoca. Puede advertirse desde el inicio que el nombre mismo ya presenta una carga negativa: evoca el terror. Un acto terrorista, por tanto, más que significado político —según la lógica con que usualmente se usa en Occidente—, es sinónimo de salvajismo y comporta un mensaje ético, emotivo, más cercano a lo visceral que a la conceptualización racional. Carga que no tiene la llamada guerra convencional. Quien mata en guerra es un héroe. Ninguna bomba inteligente de alta tecnología es asesina. Es terrorista. Pero sí lo son, por ejemplo, quienes resisten a la ocupación estadounidense en Irak. O, según las nuevas leyes antiterroristas que vamos viendo por diversos países latinoamericanos, quienes se oponen a las industrias extractivas de capitales globales y quienes simplemente alzan su voz como protesta por la carestía de la vida. Se trata entonces de un discurso de dominación.
El expresidente George Bush declaró durante su mandato (y algo similar dijo el presidente francés recientemente): «[Estados Unidos] no se cansará, no titubeará y no fracasará en la lucha por la seguridad del pueblo estadounidense y por un mundo libre del terrorismo. Seguiremos sometiendo a nuestros enemigos a la justicia o les llevaremos la justicia a ellos». Claro que esa justicia puede ser la invasión militar, obviamente pasando por sobre el derecho internacional y las resoluciones de la ONU. Está visto que en nombre de la lucha contra este declarado flagelo puede hacerse cualquier cosa.
De acuerdo con datos suministrados por el mismo Gobierno federal de Washington, el terrorismo mata en el mundo, en promedio, 11 personas por día, la misma cantidad que muere por hambre ¡en menos de un minuto! o que contrae el VIH cada cinco minutos. Pero curiosamente la Casa Blanca utiliza 100 veces menos presupuesto en su lucha contra el sida que el que emplea para su guerra preventiva contra el terrorismo. ¿Representa una mayor amenaza a la seguridad de la especie humana el siempre mal definido e impreciso terrorismo que la pandemia de sida que nos aqueja o que la hambruna crónica que padecemos?
Estamos dominados por un discurso ideológico que la manipulación mediática de estos años nos legó y sigue alimentando a diario: algunos soldados (en general blancos, rubios, amantes de la libertad y de la democracia —y de la Coca-Cola—, según se nos dijo) suelen ser los buenos en toda esta urdida historia, y los terroristas —que curiosamente no son blancos y no toman Coca-Cola— suelen ser los malos.
Lo que cae bajo el arco de terrorismo es por demás amplio. Una bomba en un restaurante, una emboscada a una unidad de un ejército regular y un ataque aéreo de un país contra otro son todas acciones igualmente violentas con resultados similares: muerte, destrucción, terror en los sobrevivientes. ¿Cuál de ellas es más terrorista? Pero —esto es esencial— ¿quién las define como buena o mala? ¿O, si se quiere, como terrorista o no terrorista?
El término no es inocente. Su utilización arrastra una tácita condena: habría una violencia legítima —la que puede ejercer un Estado contra otro, la que ejerce contra insurrectos que se alzan contra el orden constituido— y una violencia no legítima a la cual le cabe el mote —despectivo— de terrorismo. La diferencia estriba no en una consideración ética, sino en un ordenamiento jurídico que se desprende, en definitiva, de relaciones de poder.
Si lo distintivo de un acto terrorista es la búsqueda de población civil no combatiente como objetivo, el 80 % de los muertos en los enfrentamientos desde el final de la Segunda Guerra Mundial en 1945 hasta la fecha se encuadra en este concepto: actos, sin duda, por los que ningún militar ni político ha sido juzgado en calidad de terrorista. ¿Podría ahora abrírsele un juicio al presidente de Estados Unidos como terrorista por las dos bombas atómicas utilizadas contra una población civil? ¿Por qué no?
Hoy, en un mundo dominado por los montajes mediáticos, en forma insistente se ha ido metiendo la idea del terrorismo como uno de los peores flagelos de la humanidad. Se lo asocia con maldad, crueldad, barbarie. Y por cierto, en esa visión parcial e interesada, esas prácticas nos alejan de la civilización supuestamente democrática, presunto punto de llegada de la evolución cultural (léase: economías de mercado con parlamentos formales). Dentro de esa lógica se impuso la lógica terrorismo = malo, estamos contra él o somos un terrorista más. Merced al juego manipulador de los medios de comunicación, suele ligárselo a cualquier forma de protesta. Conclusión: hay que callarse la boca. Pero ¿hay que callarse?
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