El terremoto de 1976 es recordado por muchas razones. Trágicamente porque ha sido uno de los más asesinos de la historia: según cifras oficiales 23,000 víctimas mortales, 76,000 heridos y más de un millón de personas que perdieron sus más de 258,000 viviendas. Otras fuentes señalan que el número de víctimas en realidad excedió estas cifras.
Pero el terremoto de hace 36 años también se le recuerda por los abusos y la cruel manera en que muchos lucraron del dolor y la necesidad de los damnificados. En pocos días, en dramático contraste a la enorme solidaridad de la mayoría, unos pocos comerciantes empezaron a especular con los precios. Justamente eso ya empezó a suceder en el sur occidente, luego del terremoto del martes pasado.
En 1976, una de las primeras cosas que hicieron los abuelos y abuelas que habían vivido los terremotos de 1917 fue instruir a los jóvenes ir al mercado y aperarse de víveres, antes que empezara la especulación de precios y el acaparamiento. Aunque la Dirección de Asistencia y Atención al Consumidor (Diaco) hace esfuerzos para evitar el alza injustificada de los precios, ya desde el jueves se denunciaba especulación en los precios del agua potable y huevos.
Alguien podría argumentar que las leyes del mercado actúan elevando los precios en respuesta a una demanda extraordinariamente alta. Pero, ¿acaso en un momento de tragedia y calamidad pública no deberíamos dejar de lado las leyes del mercado y aplicar leyes más humanas, como la solidaridad?
Considero inmoral, y hasta criminal dejarle a las fuerzas del mercado la determinación de los precios en momentos de emergencia y calamidad pública. Es imperativa la acción del Gobierno para el control y fijación de los precios, por lo que ojalá la Diaco, pese a sus graves limitaciones presupuestarias e institucionales, logre hacer una labor efectiva.
Las acciones de emergencia deben ser ágiles, razón por la cual la Ley de Orden Público regula el estado de calamidad pública, estableciendo excepciones a los controles y procedimientos usuales, en particular a las compras y contrataciones que hacen las entidades estatales. Históricamente estas excepciones, necesarias sin duda por la emergencia, han sido foco de corrupción cruel cuando algunos ven una oportunidad para hacer “negocios” con el Estado.
El terremoto de 1976, las tormentas Mitch (1998), Stan (2005), Agatha (2010), erupciones volcánicas y otros desastres sufridos a causa de fenómenos naturales, también se les recuerda por corrupción, desvío de la ayuda internacional y contratos de reconstrucción sobrevaluados. En particular, fue con motivo del terremoto de 1976 que empezó la pesadilla de los fideicomisos públicos. Por ello, es imperativo que paralelamente a la declaratoria (necesaria, sin duda), de un estado de calamidad, se adopten medidas estrictas de control, registro y transparencia.
Sin embargo, el Decreto Gubernativo No. 3-2012, mediante el cual el Ejecutivo declaró el estado de calamidad pública en los siete departamentos más afectados por el terremoto, no incluyó ningún mecanismo de control, registro y trasparencia. Con esto, los chacales que se alimentan de la tragedia y el dolor de los damnificados ya merodean el Congreso de la República, el cual debe ratificar lo decretado por el Ejecutivo.
Está en nuestras manos exigir que prevalezca el interés ciudadano, y que al emitir el decreto de ratificación, agregue las debidas medidas de control y transparencia de las compras, contrataciones y demás operaciones vinculadas con la emergencia y el posterior esfuerzo de reconstrucción. Está en manos del Congreso transitar de la voracidad a la solidaridad.
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